jueves, 13 de abril de 2017

LA FALSA POLÉMICA SOBRE LOS COLORES DE LA BANDERA






















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Es notable cómo los argentinos seguimos empecinadamente proclives a enzarzarnos en cualquier polémica que tienda a dividirnos más aún de lo que ya estamos.
Y lo más triste —y que debiera avergonzarnos— es que en dichas discusiones nos prendemos de una, impelidos y hasta llevados de las narices por cualquier tinterillo ignoto que se ampara en el pomposo título de "periodista", el cual se arroga aún cuando no sepa ni siquiera hablar y escribir correctamente.
Ahora le tocó el turno a la polémica (inexistente, en tanto fue creada artificiosamente por esos pseudo periodistas que se propagan como yuyos en un jardín) en torno a nada menos que... ¡la bandera nacional!
Para ello, lanzaron al ruedo los análisis que llevaron a cabo científicos del CONICET sobre una bandera que data de 1812-1814 y se conserva en el templo de San Francisco en la ciudad de Tucumán; estudios esos los cuales concluyeron en que sus colores eran blanco y azul "ultramar" o "lapislázuli".
Pero los científicos del CONICET de ninguna manera demostraron que la bandera nacional creada por Belgrano fuera azul y blanca; sino que simplemente dictaminaron que esa bandera en particular que analizaron, había sido blanca y azul antes de que el tiempo y la exposición a la atmósfera, a la luz y/o a cualquier otro agente, volvieran imperceptibles a la vista sus colores originales.
Sin embargo, fue tal el vuelo que tomó la "polémica" —reitero: armada por esos fantoches irresponsables que la van de "periodistas", tergiversando y mintiendo—; que hasta tuvo que salir el mismísimo Instituto Nacional Belgraniano a aclarar, por medio de su presidente, lo obvio, lo indiscutible: que LA BANDERA NACIONAL ES BLANCA Y CELESTE porque así lo dejó inequívocamente escrito su creador el general Manuel Belgrano el 27 de Febrero de 1812 en Rosario en su comunicación al Triunvirato: "Siendo preciso enarbolar bandera, y no teniéndola, la mandé hacer blanca y celeste, conforme a los colores de la escarapela nacional" (sic).


Asimismo, el 21 de setiembre de 1815, el Director Supremo Ignacio Alvarez Thomas impartió a Guillermo Brown, Hipólito Bouchard y Vicente Anastasio Echevarría, instrucciones reservadas para la guerra de corso en el Pacífico, detallando claramente en el punto 3° de las mismas el formato de la enseña: "Si se trabare algún combate se tremolará al tiempo de él el Pabellón de las Provincias Unidas, a saber, blanco en su centro, y celeste en sus extremos al largo" (sic).
Y a través del decreto n° 10.302 del 24 de abril de 1944, emitido por el presidente Edelmiro Julián Farrell en acuerdo de ministros y referido a la reglamentación sobre los símbolos patrios, se estipuló que: "La Bandera Oficial de la Nación es la bandera con sol, aprobada por el Congreso de Tucumán, reunido en Buenos Aires el 25 de febrero de 1818. Se formará según lo resuelto por el mismo Congreso el 20 de julio de 1816, con los colores celeste y blanco con que el General Belgrano creó, el 27 de febrero de 1812, la primera enseña patria" (sic). Decreto ese cuyo texto se acompañaba de la siguiente ilustración:


Como puede apreciarse, no hay en todo esto más "polémica" que la instalada por cagatintas miserables que ni siquiera se atreven a firmar los textos con los cuales envenenan a la gente, como por ejemplo y entre otros, uno del diario Clarín al cual podemos acceder por medio de este enlace:

https://www.clarin.com/sociedad/azul-celeste-descubren-color-original-bandera-argentina_0_Bki5cMYae.html

Sin perjuicio de lo hasta aquí enunciado; no hay que perder de vista que los estudios realizados sobre la bandera del templo de San Francisco en Tucumán, son también importantes, pero no porque puedan modificar lo que tiene certeza absoluta: que la enseña nacional es blanca y celeste; sino porque muy probablemente sea esa la segunda confeccionada en el país, después de aquella primigenia creada por Belgrano en Rosario.


En ese orden de ideas, es de lamentar que los científicos del CONICET que efectuaron dichos análisis sobre unas hebras de esa bandera que se conserva en Tucumán, hayan ultrapasado imprudentemente los límites y la especificidad de la materia de su conocimiento, de su dominio y de su especial competencia, abundando en consideraciones sobre aspectos que no les incumbían de modo directo; en lugar de interactuar con sus colegas de dicho organismo versados en historia, como debieran haberlo hecho.



No dudo de su pericia a la hora de los análisis que hicieron ni de la validez y exactitud de la conclusión a que arribaron, pero a la vez; estimo que resulta menester dar respuesta a ciertos interrogantes, como por ejemplo: ¿por qué, esa misma bandera que los científicos del CONICET afirman que era "sin dudas azul y blanca"; tanto los frailes Joaquín Masian, Pedro José Acosta y Gavino Piedrabuena, como así también el síndico de la orden franciscana y luego gobernador de la provincia de Tucumán, Bernabé Aráoz, consignaron en el acta inventarial del 7 de setiembre de 1813, que era "CELESTE y blanca"?: "En la escuela se apuesto una Bandera de tafetán celeste, y blanco con sus borlas de lo mismo y dos sintas de mas de quatro dedos de ancho, una blanca y otra celeste que penden de la lanza esta es de lata con su asta de dos varas, y tres quartas, q.e la costeo el Govierno para los paseos de los jueves por la Plaza y otras festividades que se hagan por orden del Govno." (sic) (Archivo del Convento de San Francisco, Libro de Ingresos 1780-1843, t. II, fs. 153 vta.).
¿Qué, hay que creer que tres religiosos (entre ellos el padre Masian, que la tenía a cargo y era el responsable de su guarda) y la principal figura política y militar de la provincia, se confabularon hace 204 años para mentirle a la posteridad acerca del color de una bandera? ¿O que los cuatro fueron simultáneamente engañados por sus sentidos y veían celeste lo mismo que los científicos del CONICET dos siglos después sostienen que era azul? Por favor...
Si las conclusiones que surgen de aplicaciones tecnológicas sobre vestigios, es decir, las hebras, por un lado; y la heurística, esto es, la evidencia del documento testimonial, por otro, difieren entre sí; entonces estamos frente a un problema causado por la excesiva precipitación en pasar sucesivamente a la hermenéutica, a la síntesis y —lo que es más grave aún— a la divulgación de esta última como si se tratase de una verdad establecida; sin haber atravesado previamente el requisito indispensable de la etapa de crítica histórica, la cual saltearon irresponsablemente. Y es eso, pues, lo que urge subsanar.
Si asistimos a una conclusión reputada como inobjetable toda vez que emana del empleo de la más moderna tecnología, y simultáneamente; a un documento histórico cuyas legitimidad y autenticidad están comprobadas y son indisputables, de manera tal que no resulta posible invalidar a una u otro; ¿no sería lógico y prudente buscar el elemento que concatene ambos factores y explique la contradicción, volviéndola aparente?
Tenemos los argentinos que habituarnos a poner los bueyes donde deben ir, o sea, antes del cachapé y no al revés. Y sobre todo, debemos ceñir nuestra conducta al principio de estricta observancia de la honestidad intelectual. "No se sirve a la libertad manteniendo los odios del pasado", dijo Adolfo Saldías, y es rigurosamente cierto.
Yo agregaría que tampoco se sirve a su comprensión manipulando inescrupulosamente la historia. 

-Juan Carlos Serqueiros-

lunes, 3 de abril de 2017

LAS ACTAS SECRETAS DE LA JUNTA CONSULTIVA DE LA REVOLUCIÓN FUSILADORA


















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

En su sitio web www.zuletasintecho.com, el periodista Ignacio Zuleta publicó hoy el siguiente texto:
Raffo (nota mía: se refiere al diputado por la CABA Julio Raffo), calladamente, lleva adelante una batalla con la burocracia del Estado para que se desclasifiquen las actas secretas de la Junta Consultiva, el órgano asesor de la llamada Revolución Libertadora. Lo integraron, entre otros, Isaac F. Rojas, Oscar Alende, Juan Gauna, Oscar López Serrot, Miguel Ángel Zavala Ortiz, Américo Ghioldi, Alicia Moreau de Justo, Ramón Muñiz, Nicolás Repetto, José Aguirre Cámara, Rodolfo Corominas Segura, Adolfo Mugica, Reinaldo Pastor; Juan José Díaz Arana, Luciano Molinas, Julio Argentino Noble, Horacio Thedy, Rodolfo Martínez, Manuel Ordóñez; Enrique Arrioti y Horacio Storni. Funcionó entre 1955 y 1958 y sus deliberaciones quedaron testimoniadas en actas que se hicieron públicas, con excepción de aquellas amparadas por el rótulo de “secreto”. Raffo inició una causa administrativa ante la escribanía General de Gobierno y le respondieron que esas actas se habían perdido. Insistió, y aparecieron, pero le niegan vista porque son secretas. La ley de acceso a la información recién estará vigente a fines de este año y allí podría haber mejor suerte. Pero el diputado interpuso un recurso jerárquico ante el titular de Justicia, Germán Garavano para que, en cinco días, partir de la presentación, le permitan ver esas actas secretas. ¿Qué puede haber allí? Raffo presume que por las fechas coinciden con los fusilamientos de junio de 1956 de los militares y civiles peronistas que intentaron un alzamiento. En esas actas pueden figurar las opiniones de los integrantes sobre ese hecho que le costó la vida a 27 personas bajo una dictadura militar. Maneja la información de que los representantes de la Iglesia (Martínez y Ordóñez) se opusieron a convalidar esa masacre, como la llamó Rodolfo Walsh en un célebre relato que publicó por primera vez el dirigente nacionalista Marcelo Sánchez Sorondo en el sello de su propiedad, Ediciones Sigla. También que la representante del socialismo, Moreau de Justo, habría sido enfática en apoyarlos. Eso se sabrá fehacientemente, cuando el gobierno desclasifique esas actas. (sic)
Llamativamente, ni Néstor Kirchner ni Cristina Fernández levantaron, durante los doce años que entrambos estuvieron en el gobierno, el rótulo de “secreto” para esa documentación.
Idéntica postura adoptó Mauricio Macri (lo cual por supuesto, era esperable) desde que asumió la presidencia. Y la sigue manteniendo, lo cual motivó la iniciativa que lleva adelante el diputado Julio Raffo tendiente a que tal información sea desclasificada.
¿Qué información "peligrosa" contienen esos documentos, que pueda explicar una cerrazón de medio siglo en su torno? ¿Será que quizá esas actas demostrarían inequívocamente la aprobación de los asesinatos perpetrados por la revolución fusiladora en junio de 1956, por parte de algunos (o todos, no se sabe) integrantes de la junta consultiva conformada por radicales, socialistas, conservadores, demócrata-progresistas, demócrata-cristianos y nacionalistas? Lo cual, de ser así, los convertiría automáticamente en coautores y cómplices de dichas aberraciones.
Aquella denominada junta consultiva nacional (¿qué tendría de “nacional”, por el amor de Dios?) estaba presidida por el coimero Isaac Rojas y la conformaban además: Oscar Alende, Juan Gauna, Oscar López Serrot y Miguel Ángel Zavala Ortiz, por la UCR; Américo Ghioldi, Alicia Moreau de Justo, Ramón Muñiz y Nicolás Repetto, por el Partido Socialista; José Aguirre Cámara, Rodolfo Coromina Segura, Adolfo Mugica y Reinaldo Pastor, por el Partido Demócrata (conservador); Juan José Díaz Arana, Luciano Molinas, Julio Argentino Noble y Horacio Thedy, por el Partido Demócrata Progresista; Rodolfo Martínez y Manuel Ordóñez del Partido Demócrata Cristiano; y Enrique Arrioti y Horacio Storni del Partido Unión Federal (nacionalista).
Particularmente, infiero que —además de Norteamérico Ghioldi (como “bautizó” a ese energúmeno el genial Arturo Jauretche), que hizo pública en el pasquín de su partidejo sucialista, La Vanguardia, su opinión favorable a los asesinatos, la cual incluía aquellas tristemente célebres frases “se acabó la leche de la clemencia” y “hay que desperonizar”—; al menos Alicia Moreau de Justo (entusiasta adherente a la revolución fusiladora); y también el radical Miguel Ángel Zavala Ortiz —quien después sería ministro del “apóstol de la democracia” (?) Arturo Illia)—, autor de una frase que en cuanto a infamia no le iba en zaga a la de su colega Ghioldi, la cual consta en una de las actas que escaparon al secreto y que fue recopilada por la historiadora María Sáenz Quesada: “Este gobierno, el más pacificador y tolerante, tuvo que acudir a medidas de una energía inusitada que ponen en riesgo su gran prestigio democrático”; alentaron y apoyaron esas atrocidades.
¿O qué otra postura cree usted, querido lector, podría haber sustentado toda esa canalla capaz de asignar a un gobierno como aquella ferozmente sanguinaria tiranía la calificación de “pacificador y tolerante”, y que recurría al eufemismo de “energía inusitada” para referirse a los asesinatos que tal régimen odioso y oprobioso cometía?  
Pero si bien mantenerlas como secretas es perfectamente congruente con el “criterio” de un asqueroso cipayo y oligarca como Mauricio Macri; ¿por qué también a su turno lo habrá hecho el kirchnerismo (que en 2014 hizo públicos los documentos en los cuales Isaac Rojas reconocía haber ordenado los asesinatos; pero que omitió expresamente desclasificar las actas de la junta consultiva)?
¿Será que la "transversalidad" dispuesta por Néstor Kirchner y continuada por Cristina Fernández, los llevó a la pretensión de ocultar la participación en aquellos espantosos sucesos, de Alicia Moreau de Justo, de cuya figura histórica (como así también de las de otras “notables” sucialistas) alentaron la abundante propagandización, especialmente por la vía de ese terrorista de la historia llamado Felipe Pifia? Chi lo sa… 
¿Habrá sido también por eso, que ninguno de los tantos parásitos acomodaticios y alquilones que fungían de “historiadores” que el kirchnerismo rejuntó en el inicuo (y felizmente fenecido) instituto “revisionista” Borrego se atrevió tan siquiera a mencionar la cuestión de las actas secretas de la junta consultiva? Vaya uno a saber… 
En cuanto a que tampoco hiciera alusión alguna al tema la bandita de pseudo filósofos e intelectuales no inteligentes como el engreído José Pablo Feinmann, el pavote Ricardo Forster, el huele braguetas Federico Andahazi (actualmente devenido en fervoroso macrista), el postmarxista (?) Ernesto Laclau y demás lamentables etcéteras “pensadoras” por el estilo, amuchadas en Carta Abierta, no es en absoluto cosa que extrañe: son fundamentalmente anti Perón, con lo cual…
Por supuesto, está muy bien reconciliar opuestos en aras de la unidad nacional y de perdonar agravios. Lo que no está bien, es pretender hacerlo al precio del ocultamiento de la verdad histórica, negando a los argentinos el acceso a la misma. 
Por mi parte exijo, como ciudadano e historiador amateur, la inmediata desclasificación de las actas de la junta consultiva de la revolución fusiladora hasta hoy mantenidas como secretas.
¿Y usted?

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 1 de abril de 2017

Y UN DÍA, TUVIMOS TELÉFONO. TERCERA PARTE







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Por el picor de mis pulgares, algo malo se aproxima. (William Shakespeare, Macbeth)

Habíamos asistido, en las dos entregas anteriores, al inicio de la telefonía en nuestro país. Le propongo, estimado lector, que analicemos ahora cómo fue su evolución.
En 1881 operaban, además de la anteriormente mencionada Societé du Pantéléphone L. de Locht et Cie. (Sociedad Nacional del Panteléfono) dirigida por Clément Cabanettes; la inglesa Gower-Bell Telephone Company (Compañía de Teléfonos Gower-Bell), representada por Benjamin Manton, con oficinas situadas en la calle Florida entre Corrientes y Lavalle; y una subsidiaria de la norteamericana Bell Telephone Company, de Boston: la River Plate Telephone Company (Compañía Telefónica del Río de la Plata-Continental de Teléfonos Bell Perfeccionado), que tenía sus oficinas en la calle Maipú entre Cangallo y Sarmiento y cuyo director era Walter Keyser.




En los meses de marzo y abril de ese año, el presidente Julio A. Roca firmó los decretos (en los cuales no se fijaban plazos de vencimiento, ni se estipulaban condiciones para la prestación del servicio ni mucho menos se enunciaba un marco regulatorio) autorizando a las tres compañías a “construir a su costo en la Capital y suburbios Oficinas Telefónicas de esta invención, sin que esto importe concederle ninguna clase de privilegio” (sic).  
Mayoritariamente, los historiadores inscriptos en el campo revisionista, han interpretado esos decretos como una expresa renuncia a la participación pública en dicho sector de actividad, clasificándolos como ejemplos por antonomasia del dejar hacer típico del estado-gendarme que tan caro ha sido siempre a los liberales.
Discrepo con esa visión, la cual me parece sesgada y nublada por el anacronismo. Ni la letra ni el espíritu de los decretos llevan necesariamente a concluir en que la tan mentada “renuncia” fuera, en efecto, tal cosa, y encima; “expresa”. Ni a que la no intervención del Estado haya sido dispuesta por Roca desde lo dogmático. Antes bien; entiendo que los emitió (a sólo cinco años de patentado el teléfono por Bell, recordemos) revestidos de un carácter meramente provisorio, en tanto se verificase, con el transcurrir del tiempo, cuál habría de ser el desarrollo (o el ocaso) de “esta invención” (como reputó literal e inequívocamente al teléfono). Por otra parte, se estipulaba taxativamente en ellos que no implicaban el otorgamiento de “ninguna clase de privilegio” y que su ámbito de aplicación se circunscribía a “la Capital y suburbios”, con lo cual ¿qué obstaba para que el Estado nacional interviniese llegado el momento, si así lo considerara conveniente, o para que los Estados provinciales, si lo quisieran, participaran ya sea directa o indirectamente en la actividad? La respuesta es: nada, no había en aquellos decretos impedimento alguno.
¿Entonces? Es que a eso tan elusivo llamado verdad histórica no puede arribarse partiendo desde la concepción oligárquica propia de las viudas de Mitre, ni tampoco desde el catecismo materialista de la historia predicado hasta el hartazgo con empeño digno de mejor causa por los apóstoles del marxismo trasnochado; sencillamente porque el objeto y sujeto de la historia es el hombre y éste es tanto materia como espíritu.
Así, por ejemplo, la invención del teléfono por parte de Antonio Meucci no obedeció a un criterio mercantilista; sino a su necesidad de comunicarse con otro ser humano: su esposa enferma que se hallaba postrada en la planta alta de su casa. Siempre está la pasión creadora (Stefan Zweig dixit) precediendo necesariamente a la obtención de utilidad económica emergente de su transformación en un bien o servicio pasible de ser comercializado. Siempre hay un Meucci antes de un Bell o un Boyd antes de un Dunlop ¿o es que acaso puede alguien imaginar que Fleming descubrió la penicilina impelido por el afán de ganar dinero?
Por supuesto, todo eso no significa, a la hora de construir el relato histórico, que se deba prescindir de la consideración de la etapa consiguiente de comercialización y búsqueda de rédito económico, y de los intereses que hubieran en juego; al contrario, ¿o qué otra cosa es -por citar un ejemplo- el seguro, sino la simple aplicación del cálculo matemático de probabilidades a los riesgos físicos y patrimoniales de la actividad económica? De hecho, es posible que más allá de cuestiones de orden tecnológico, la sociedad Cayol & Newman haya quedado fuera del negocio debido a una evaluación errónea del mercado potencial al que se dirigió preferentemente: el ámbito público (telégrafo y policía); en lugar de orientarse hacia donde lo hicieron sus competidores: el segmento de alto poder adquisitivo de la sociedad porteña.
Por aquellos años, la telefonía no era todavía considerada un servicio público necesario, y el teléfono era percibido como un artículo de boato, una tentación ofrecida a las clases pudientes, o a lo sumo; como un vehículo cultural (lo cual explica que en las noticias referidas a las pruebas y ensayos que se realizaban, todas las crónicas periodísticas mencionaran la transmisión exitosa de música, además de la de voz). Aún se estaba lejos de imaginar al teléfono contribuyendo a la integración entre las distintas regiones del país (que de hecho, no lo hizo, sino hasta después de entrada la segunda mitad del siglo XX), papel que se reservó al ferrocarril y al telégrafo.
Asimismo, es pertinente destacar que no había entre el gobierno nacional presidido por Roca y el municipal encabezado por Alvear, uniformidad de criterios en cuanto a las compañías telefónicas. Mientras que el primero dictaba en los meses de marzo y abril los decretos mencionados precedentemente; el segundo solicitaba por nota al ministro del Interior, Antonio Del Viso, que el poder ejecutivo sometiera a consideración del congreso un proyecto de ley -cuyo texto le adjuntaba-, consistente en veintiocho artículos con las normas y condiciones que sugería imponerles a las operadoras: consulta al Departamento de Ingenieros de la municipalidad previa al otorgamiento de la concesión, autorización de la municipalidad para el tendido de las líneas, obligatoriedad para las empresas de ir reemplazando los tendidos aéreos por subterráneos, estudio y aprobación de las tarifas por parte del poder ejecutivo, cada empresa debía pagar a la municipalidad un canon del 10% sobre sus ingresos brutos, tarifas diferenciales (50%) para los organismos nacionales y municipales, etc.
La iniciativa de Alvear fue a parar al archivo general, esto es, al cesto de los papeles.


No hubo, pues, ni marco regulatorio de la actividad ni control federal ni municipal. Así las cosas, la competencia entre las tres empresas fue encarnizada y hasta feroz; mas ello no se tradujo en una baja sensible de las tarifas que aplicaban.
Los principales diarios se involucraron en la cuestión y tomaron campo alentando a tal o cual compañía, focalizándose principalmente en las ventajas competitivas (reales o ficticias) que asignaban a los aparatos que cada una de ellas proveía. Mientras El Nacional y La Prensa exaltaban las bondades de los construidos en el país por Cayol y Newman; La Nación hacía propaganda para los de la Gower-Bell inglesa. Más temprano que tarde, la publicidad de las empresas en los periódicos se volvió chocarrera y chicanera. 
Así, por ejemplo, la Sociedad del Panteléfono hacía insertar un aviso de este tenor: “El Sr. D. Henry K. Goodwin, ingeniero electrologista y superintendente de los trabajos de la Compañía Bell (Director W. S. Keyser), acaba de entrar en nuestro servicio en las mismas condiciones, habiendo reconocido la superioridad del Panteléfono de Locht sobre todos los demás sistemas telefónicos”. 
Y luego, de la guerra en los diarios se pasó directamente al sabotaje, con destrucción de redes y equipos y causando no pocos escándalos.
A fines de 1881, entre las tres empresas sumaban alrededor de 200 abonados. Al año siguiente, ingresaron capitales británicos a la hasta allí estadounidense Compañía Telefónica del Río de la Plata, la cual se fusionó con la Sociedad Nacional del Panteléfono, constituyéndose de ese modo la United Telephone Company of the River Plate Ltd. (Compañía Unión Telefónica del Río de la Plata Limitada), con sede en Londres. La nueva sociedad entró pisando fuerte, anunciando que pondría su abono a “menos precio que cualquiera otra Compañía”. Claro que “cualquiera otra compañía”, sólo podía ser la Gower-Bell, porque para entonces no había ninguna otra.
Pero pese a la declamatoria propagandística, la competencia entre ambas empresas no llevó a una mejora en la calidad del servicio ni tampoco a una baja en las tarifas. No obstante; en 1884 los abonados a una u otra ya totalizaban 600.
En general los historiadores consideran que por aquellos años la telefonía era un servicio que se circunscribía a la Capital Federal y suburbios. La cosa no fue así, o al menos; no tan así.
Si bien es innegable que Buenos Aires concentraba la mayor cantidad de abonados; en otras ciudades importantes como La Plata, Rosario o Córdoba, por ejemplo, también se habían instalado empresas telefónicas, tal como podemos comprobar a través de estos (entre muchos otros de tenor similar) avisos publicitarios insertos en el diario rosarino El Mensajero, en su edición del 5 de marzo de 1884.




La existencia y actuación comercial en ciudades principales del interior del país, de compañías dedicadas a la actividad telefónica, todavía en los inicios de la misma, muy probablemente haya sido más considerable de lo que sabemos con certeza; aun descartando las subjetividades y exageraciones propias de la comunicación institucional y la propaganda.
El 24 de septiembre de 1882, se ensayó con éxito una línea con aparatos Siemens que enlazaba el Hotel Universal y el Club Social. Más tarde, otra línea con iguales resultados comunicó las estaciones Rosario y Roldán del Ferrocarril Central Argentino. Con el nombre de Compañía Telefónica Siemens se inauguró, el 1 de abril del año siguiente, la empresa precursora de teléfonos que desarrolló una intensa actividad. Así, el 19 de junio, se informó que ya funcionaban las líneas de los diarios La Capital y El Independiente y de los comercios de Otero y Cía., Allende y Cía., Emilio Ortiz y Cía., y de Rosendo Olivé (h), entre otros… El 15 de julio, mediante el alambre del telégrafo, se realizó una conversación entre Rosario y Buenos Aires utilizando un aparato portátil Siemens. Era la primera vez que en Sudamérica se conversaba a una distancia tan grande.A fines de 1883, la compañía ya tenía 213 abonados en Rosario, 10 en San Lorenzo y 6 en Alberdi. Un año más tarde la cifra ascendió a 350 y sus líneas estaban conectadas con los pueblos de San Lorenzo, Puerto de San Lorenzo, La Posta, Alberdi, Arroyito, Avila, Roldán, San Gerónimo y Carcarañá.
En 1886 la Compañía Unión Telefónica Limitada absorbió a la Gower-Bell, tras lo cual se constituyó en Londres la razón social United River Plate Telephone Company, que actuaría en nuestro país bajo el nombre Unión Telefónica del Río de la Plata.
El primer acto de la Unión Telefónica fue… ¡aumentar las tarifas! ya de por sí abusivas que venían cobrando los oligopolios que la precedieron. Ante eso, el diario La Nación, en su edición del 11 de enero de 1887, puso el grito en el cielo publicando un furibundo editorial que tituló “El teléfono y el espíritu público”.
Donde no hay espíritu, no son solamente los gobiernos los que se atreven contra el público. Todo el que tiene en su mano un servicio tiende a convertirse en tirano y a imponer por ley su voluntad y su avaricia, sobre todo cuando el servicio es casi imprescindible para el que lo recibe y cuando la competencia es imposible o no se verifica en circunstancias determinadas. En las instalaciones telefónicas sucede algo peor. Cuando existían dos compañías desligadas y en guerra permanente, todo lo prometían y todo se esperaba, en la mejora del servicio y de los precios (pésimo el primero y exorbitantes los últimos), para cuando tuviera lugar la reunión de esas empresas. Al fin el hecho se realizó y, con sorpresa de todos,  él debía envolver la más sórdida e insolente conspiración contra el público. Las compañías fusionadas venían ensayándose de antemano en el camino de los abusos. No sólo servían mal y de mala voluntad, cobrando caro, sino que se permitían exacciones de todo género. Una de éstas era el uso gratuito, obtenido a veces instalaciones de que ellas solas sacaban provecho. Ahora, en lugar de haber corregido estos abusos, el servicio ha empeorado y la Unión Telefónica, que no era sino la confabulación de dos empresas, se ha presentado elevando todavía sus precios. Es el primer hecho de este género que nos pone a prueba y su resolución dará la regla de lo que puede intentarse o de lo que nadie se atreverá a intentar en lo sucesivo.
Comenzábamos a transitar, de la mano del presidente Miguel Juárez Celman, por el siempre peligroso sendero de la imprevisión, el despilfarro irresponsable, la sustitución del trabajo por la especulación como motor de la economía y el ajuste y la sujeción al positivismo spenceriano como dogma del gobierno.
Asistimos así, querido lector, a un período que abarcaría casi medio siglo de supremacía de los oligopolios ingleses en la telefonía argentina. 

-Juan Carlos Serqueiros-
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REFERENCIAS DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS

AGN Sala VII Fondo Roca.
Cincuenta años de vida. Cía. Unión Telefónica del Río de la Plata 1887-1937, UTRP, Buenos Aires, 1937.
Colección fotográfica Abel Alexander.
Contreras, Leonel, Historia cronológica de la ciudad de Buenos Aires, Editorial Dunken, Buenos Aires, 2014.
Diario El Mensajero, edición del 5 de marzo de 1884.
Diario El Nacional, varias ediciones de los años 1878, 1880 y 1881.
Diario La Nación, ediciones de los días 19 de febrero de 1878, 28 de abril de 1881 y 11 de enero de 1887.
Diario La Prensa, varias ediciones de los años 1878, 1879, 1880 y 1881.
Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTel), 100° Aniversario del servicio telefónico en Argentina (1881-1981), Marchand Editores, Buenos Aires, 1981.
Fundación Standard Electric Argentina, Historia de las comunicaciones argentinas, Buenos Aires, 1979.
Irigoin, Alfredo M., La evolución industrial en la Argentina (1870-1940), Instituto Universitario ESEADE, revista académica Libertas edición N° 1, Buenos Aires, octubre de 1984.
Luna, Félix, Soy Roca, Sudamericana, Buenos Aires, 2012.
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Piñeiro, Alberto G., Las calles de Buenos Aires. Sus nombres desde la fundación hasta nuestros días, Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2003.
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Reggini, Horacio C., Los caminos de la palabra. Las telecomunicaciones de Morse a Internet, Ediciones Galápago, Buenos Aires, 1996.
Revista Fibra, edición N° 7, 1 de noviembre de 2015.
Revista de Historia Iberoamericana V6 N2, Fundación Universia, Madrid, 2013.
Schávelzon, Daniel, Arqueología histórica de Buenos Aires, Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 1991.
Semanario El Mosquito, ediciones del 24 de febrero de 1878 y del 9 de enero de 1881.
Siemens, 75 años en Argentina, Siemens S. A., Buenos Aires, 1983.
Tesler, Mario, La telefonía argentina. Su otra historia, Editorial Rescate, Buenos Aires, 1990.
Tesler, Mario, Teléfonos en la Argentina. Su etapa inicial, Biblioteca Nacional de la República Argentina y Página/12, Buenos Aires, 1999.