jueves, 29 de agosto de 2013

A LA FRESCACHONA ISABEL LE GUSTABA MUCHO CO... MER - SEGUNDA PARTE



Escribe: Juan Carlos Serqueiros

"La corona estaba sin norte, el gobierno sin brújula, el Congreso sin prestigio, los partidos sin bandera, las fracciones sin cohesión, las individualidades sin fe, el tesoro ahogado, el crédito en el suelo, los impuestos en las nubes, el país en la inquietud..." (Juan Valera)

El reinado de Isabel II pretendió ser liberal y modernizador, pero nunca pudo traducir esas aspiraciones en una realidad efectiva.
A la Frescachona no le faltaba patriotismo, al contrario; lo tenía en alto grado. Lo que le faltaba era saber reinar y una clase dirigente a la altura de las circunstancias. Y ambas carencias, para desgracia de España, no eran pasibles de subsanarse. Isabel no había sido educada para ocupar eficaz y atinadamente el trono, y las buenas prendas que adornaban su carácter resultaron insuficientes para suplir esa limitación. Y los políticos y militares de la época, todos ellos, sin distinción de bandos, anduvieron faltos de virtud y comprensión.
Los absolutistas, que habían devenido en carlistas; y los liberales, divididos entre moderados (fraccionados a su vez entre autoritarios y puritanos) y progresistas (que también se escindieron a su turno entre ala derecha y ala izquierda) representaban la evidencia patética del ocaso definitivo del otrora poderoso imperio.
Trató Isabel, que amaba profundamente a su tierra y a su pueblo, de devolverle algo del pasado esplendor, pero dadas sus propias limitaciones y las circunstancias en que le tocó actuar; el patriotismo que quiso evidenciar (y que sin duda alguna sentía) se acercó demasiado al chauvinismo. Las aventuras imperialistas de la España de por entonces en la Cochinchina, en África y en América; sólo lograron hacerla aparecer como odiosa ante los ojos del mundo. Lo funesto del pesado yugo hispánico impuesto a Cuba, fue ilustrado por Sem (Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer, como vimos en la primera parte) en esta acuarela:


En lo interno, hubo durante el reinado de Isabel tres etapas en el transcurso de las cuales se alternaron en el gobierno las distintas corrientes de opinión. La primera de ellas abarca desde 1844 hasta 1854, es llamada la Década Moderada y su figura más prominente fue la del general  Ramón María Narváez; la segunda va desde 1854 hasta 1856, se la conoce como el Bienio Progresista y el protagonismo lo tuvo el general Baldomero Espartero; y la tercera, Alternancia Moderados-Unión Liberal, comprende el período 1856-1868, con preeminencia de los generales Leopoldo O'Donnell y -otra vez- Narváez.
El 2 de febrero de 1852 la reina Isabel sufrió un atentado. En la iglesia de Atocha, a la cual había concurrido a una misa de acción de gracias por el nacimiento de su hija, la infanta Isabel de Borbón; un cura llamado Martín Merino le asestó una puñalada en el costado. Las ballenas del corset que llevaba la reina impidieron que la herida fuese mortal. 


Merino fue aprehendido allí mismo, y tras un brevísimo juicio en el cual declaró que había actuado solo, por su exclusiva cuenta, y que había atentado contra la reina porque no pudo hacerlo contra el que en realidad quería matar: el general Narváez, por hallarse éste siempre escoltado y protegido; fue condenado a muerte, ejecutado en el garrote vil, su cadáver cremado y esparcidas al viento sus cenizas.



Bajo el reinado de Isabel II, España comenzó a ser un estado moderno. Llegó la industrialización -a los ponchazos, con mucho de improvisación y mil defectos de toda laya, pero llegó-, se crearon bancos, llegaron los ferrocarriles y se construyeron rutas. Pero un país sumido en la miseria, la corrupción, la superstición y el atraso, con una población que detentaba el dudoso privilegio de una tasa de analfabetismo superior al 80%, requería de algo más que de buenas intenciones e iniciativas transformadoras más declamadas que reales; requería de grandeza en sus clases privilegiadas para tolerar el ser un poquitín menos ricas para que a su vez las desposeídas fuesen un poquitín menos pobres. 
El problema no residía en que Isabel estuviese lejos de ser una reina preparada adecuadamente para reinar, ni en que los sucesivos presidentes del Consejo de Ministros que ejercían el gobierno fuesen ineptos para gobernar. Al fin de cuentas, las monarquías inglesa, francesa, italiana, alemana y holandesa no eran infinitamente superiores a la española; como así tampoco sus gabinetes estaban integrados por luminarias que eran un portento de inteligencia comparados con el ibérico. Isabel, Narváez, Espartero y O'Donnell no eran unos genios -ni mucho menos-, pero no puede decirse que carecieran de patriotismo ni que fueran unos negados totales.
Tampoco estaba la raíz del mal en las tan mentadas camarillas que insistentemente se citan cada vez que se encara el análisis del período isabelino. En todo caso, la existencia de estos grupúsculos era una señal indicativa de la enfermedad; pero no la causa de la misma. Dicho sea esto sin soslayar que existía también una influencia malsana que no constituía camarilla porque era unipersonal, y que erosionó con sus camándulas, negociados y agachadas el reinado de Isabel: la del mismísimo rey consorte Paquita Natillas.
Y mucho, pero muchísimo menos, ha de buscarse el origen del problema en la activísima vida sexual extramarital de la reina. Por trajinado que estuviere el lecho real, lo que en él ocurría escandalizaba mucho más a los progresistas que al pueblo; que tenía que preocuparse por cosas mucho más acuciantes que los hombres que se procuraba Isabel para satisfacer su genitalidad. Lo cual por otra parte, no hacía disminuir ni un ápice el cariño que se le tenía y la popularidad de la que gozaba. 
El drama español venía de lejos en el tiempo y anidaba en el alma misma del ser nacional. Era un gran mal que tornaba imprescindible contar con un gran remedio que no podía conseguirse en las boticas: una clase dirigente con generosidad y grandeza.
Grandeza que no tuvieron los moderados, pero que tampoco exhibieron los progresistas que la destronaron; pues la reina intentó acordar con ellos e integrarlos al gobierno, lo cual rechazaron, volcándose de lleno a la vía revolucionaria.
El 23 de octubre de 1865, Isabel II le escribía al general O'Donnell, por entonces jefe del gobierno en tanto presidente del Consejo de Ministros, a propósito de una epidemia:

"O'Donnell
No pudiendo compartir en estas tristes circunstancias, porque así lo ha considerado conveniente el Gobierno, los riesgos que corren muchos de mis súbditos con motivo de la epidemia reinante, te envío un millón de reales de mi patrimonio para que le remedien con ellos todas las desgracias que sean posibles y en la forma que juzgue oportuna el Gobierno; sintiendo mucho no poder disponer de más actualmente para aplicarlo á este objeto.
Isabel"



Si en 1856, en el ocaso del Bienio Progresista llegó a gritarse en Cataluña "¡Viva la república democrática y mueran la reina puta, los fabricantes, los ricos y los propietarios!"; ahora ("ahora" en 1868, me refiero) las cosas estaban más feas aún. A la crisis financiera de 1866 que había arrastrado a los consorcios ferroviarios y bancos; se le sumó (las pulgas del perro flaco) lo que dió en llamarse crisis de subsistencias originada en la escasez de trigo de resultas de las malas cosechas. Sobrevinieron la recesión, el desempleo y el hambre. Los motines se sucedían en toda España y el país era un polvorín presto a estallar. Se conspiraba abiertamente no ya sólo contra el gobierno, sino también contra la reina; al grito de "¡Abajo los Borbones y arriba los cojones!".



En ese contexto, Isabel designó a Luis González Bravo para presidir el gobierno.


El mensaje de éste a las Cortes (a las que seguidamente mandaría cerrar) fue el de que sería el suyo un "gobierno de resistencia a cualquier tendencia revolucionaria". Y trascartón nomás, resuelto y sin pararse en pelillos, ordenó detener y desterrar a los generales más comprometidos e involucrados con la oposición progresista-unionista (entre los cuales estaba Serrano, antiguo amante de la reina) y al duque de Montpensier, cuñado de Isabel por estar casado con su hermana María Luisa Fernanda de Borbón.
Sem (es decir, los hermanos Bécquer) satirizaba ferozmente a la Frescachona; a su amante de turno, el senador Carlos Marfori; al rey consorte Paquita Natillas; y -paradojalmente- a González Bravo.




  



Y escribí "paradojalmente" en relación a lo de Sem con respecto a González Bravo, porque Gustavo Adolfo Bécquer era amigo personal del presidente del gobierno, quien no sólo lo protegía y patrocinaba; sino que además lo había nombrado censor con un elevado sueldo. Mal que les pese a los panegiristas del poeta, éste procedió con evidentes doblez e hipocresía en tanto era por entonces funcionario rentado de un gobierno al cual criticaba.

Y no se quedó sólo en eso de morder la mano que le daba de comer, sino que también pintó a González Bravo como un ladrón huyendo a Francia con bolsas de dinero producto del saqueo a los caudales públicos y diciendo "ya gané"; todo lo cual era falso, una infamia de Bécquer; porque el presidente del gobierno era un hombre honesto a rajatabla.

 
Y dicho sea así como al pasar, tampoco era quién Bécquer para tildar de cornudo a nadie..., siéndolo él mismo. En fin, miserias humanas, que les dicen... 
El 18 de setiembre al clamor de "¡Viva España con honra!" comenzó la revolución conocida como La Gloriosa: se sublevó la escuadra al mando del almirante Juan Bautista Topete; el 28 la batalla de Alcolea dió el triunfo a los revolucionarios; y el 29 se levantaba en armas Madrid. 



El 30 de ese mismo mes, Isabel II, que se hallaba en San Sebastián, era destronada y forzada a partir desde allí mismo en un tren a exiliarse en Francia. Tenía 38 años. Ya nunca volvería a su patria. Las gentes del pueblo, que jamás dejaron de amarla, ni siquiera en esos momentos de su caída, y que se volcaron a las calles para ver cómo se alejaba su reina; lloraban.


Llegada la familia real a París, la Frescachona ya no quiso continuar soportando la ficción de su "matrimonio" y eligió vivir separada de Paquita Natillas. Éste se recluyó en un castillo con su amante Antonio Ramos Meneses, y como si quisiera seguir hundiéndose más y más en su ruindad y su bajeza; entabló en los tribunales franceses una demanda contra Isabel, reclamándole una pensión. El 8 de abril de 1870 un fallo judicial disponía que la ex reina debía pasarle a su esposo la enorme suma de 150.000 francos anuales. Con esa renta, el abyecto y rastrero Francisco de Asís de Borbón continuó su indigna y miserable existencia de parasitismo crónico dedicado al "agotador trabajo" de coleccionar obras de arte; hasta que el 17 de abril de 1902 tuvo a bien morirse.
El 25 de junio de 1870, Isabel abdicó de sus derechos dinásticos a la corona española en favor de su hijo Alfonso, acto que podemos apreciar en un grabado de la época: 



Por su parte, en la península ibérica la publicación La Flaca lo ilustraba así:



A todo esto, España atravesaba más o menos penosamente lo que en historia se conoce como el Sexenio Democrático, período que abarca desde 1868 hasta 1874. En ese lapso se sucedieron: el Gobierno Provisional (1868-1871), la Monarquía Parlamentaria de Amadeo I (1871-1873) -que duró lo que un suspiro ese macaroni que fueron a buscar los españoles, del que el pueblo se burlaba, y que cuando avisado por su acompañante en el carruaje de que estaban pasando por frente a la casa donde vivió Cervantes, dijo: "No salió a saludar a mi paso ese señor Cervantes, pero de todos modos vendré a visitarlo cuando tenga tiempo"-; y la efímera Primera República Española (1873-1874).
¿Y todo eso para qué? Para terminar en la Restauración Borbónica entronizando al hijo de Isabel, Alfonso XII.


La Flaca ilustraba de este modo la "armonía" y la "concordia" que campeaban entre los Borbones:


A todo asistía Isabel desde su exilio en París. Y desde allí se vió obligada también a asistir a la muerte de su hijo Alfonso XII, resignada a su destierro y a la lejanía de su patria y de su pueblo, a los que con errores y aciertos, tanto amó.
Su llama se apagó definitivamente el 9 de abril de 1904. A su muerte, Benito Pérez Galdós escribió en su Memoranda, artículos y cuentos, estas palabras:

"El reinado de Isabel se irá borrando de la memoria, y los males que trajo, así como los bienes que produjo, pasarán sin dejar rastro. La pobre Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y el embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano."

Me parece una buena síntesis este párrafo de Galdós. Y si él me lo permitiese, por mi parte agregaría alguna mención al alma generosa de la Frescachona, que la llevó hasta el punto de perdonar la vileza de ese áspid que fue Paquita Natillas; del cual  supo ser, pese a todo lo que aquél le hizo; una amiga leal y consecuente.

-Juan Carlos Serqueiros-

lunes, 26 de agosto de 2013

A LA FRESCACHONA ISABEL LE GUSTABA MUCHO CO... MER - PRIMERA PARTE







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros 
 
"La reina entretanto, sin Poder Real entre sus manos, se consolaba ejerciendo el real poder de su entrepierna... Y su conejito tamborilero seguía, seguía, seguía..." (Andrés Vázquez de Sola, Jaque mate)

 
En 1991 la firma española Compañía Literaria S. A. lanzó (y relanzaría después en 1996) a través de su sello editorial El Museo Universal, un libro de 399 páginas a cargo de Lee Fontanella, Robert Pageard y María Dolores Cabra Loredo.
Se trataba de la recopilación de dos portafolios  que databan de 1868 o 1869, llevaban por título Los Borbones en pelota, comprendían 107 láminas a la acuarela (de las cuales se conservan solamente 89) con contenido satírico-político-pornográfico, cuya circulación en aquella época había sido clandestina, y que fueran adquiridos a su poseedor en 1986 por la Biblioteca Nacional de España. El foto-historiador Lee Fontanella los redescubrió en 1989 y después de su investigación; les atribuyó la autoría de los textos y las ilustraciones al gran poeta Gustavo Adolfo Bécquer y su hermano, el pintor Valeriano respectivamente, que habían creado la obra en conjunto, bajo el pseudónimo Sem.
 
 
Era una viñeta ácida y ferozmente crítica de la España de la época del reinado de Isabel II, y en ella aparecen, además de la propia reina; su esposo el rey consorte Francisco de Asís de Borbón; sus asesores espirituales el padre Claret y sor Patrocinio; el príncipe Alfonso, futuro rey Alfonso XII; Napoleón III; y los más conspicuos políticos y militares de por entonces, representados los hombres con gigantescos penes y las mujeres con enormes vaginas, componiendo cuadros sumamente explícitos de masturbación, orgías, homosexualidad, lesbianismo, zoofilia y hasta algún atisbo de necrofilia.
Por ejemplo, en esta lámina pueden distinguirse al senador Marfori, con una copa de vino en la mano; a la reina Isabel II sentada, de piernas abiertas y con una de ellas apoyada en un brazo del sillón; a sor Patrocinio, que es requerida sexualmente por González Bravo; y al rey consorte, Francisco de Asís, que es sodomizado por el padre Claret.
 
 
A lo largo de este artículo podrán observar algunas otras ilustraciones; quien desee verlas todas (son, reitero, 89), podrá hacerlo cliqueando sobre este ENLACE.
Pero a todo esto, ¿quiénes fueron Isabel II y el resto de los personajes?
María Isabel Luisa de Borbón y Borbón-Dos Sicilias nació en Madrid el 10 de octubre de 1830, del matrimonio entre Fernando VII y su cuarta esposa (y sobrina) María Cristina de Borbón.
Al no tener hijos varones, el mariquita bordador soslayó la ley sálica recurriendo al arbitrio de reflotar la llamada Pragmática Sanción de 1789, lo cual permitió que a su muerte en 1833; su hija fuera proclamada reina de España bajo el nombre de Isabel II. Eso motivó que el hermano de Fernando y tío de Isabel, Carlos María Isidro de Borbón, al ver truncadas sus posibilidades de acceder al trono, no reconociera a su sobrina como Princesa de Asturias y sucesora de su padre; originándose así la Primera Guerra Carlista.

 
En setiembre de 1833, al fallecer Fernando VII, la corona pasó a Isabel, pero como tenía sólo 3 años de edad, su reinado hubo de iniciarse bajo la regencia de su madre, María Cristina, hasta 1840; y del general Baldomero Espartero (de quien los suramericanos no tenemos la mejor de las opiniones, habida cuenta de su actuación -por supuesto, del lado español- en nuestra Guerra de la Independencia) después; hasta 1843 en que, a pesar de tener apenas 13 años; fue declarada por las Cortes mayor de edad para que pudiese reinar sin necesidad de regentes.
En 1846 se convino entre España, Francia e Inglaterra casarla con un primo suyo, Francisco de Asís de Borbón, al que se consideraba (con justicia) un indolente afeminado bueno para nada a quien el ingenio popular "bautizó", aludiendo a su mariconería y a sus preferencias sexuales, como "Paquita Natillas".
Isabel y Francisco eran primos hermanos, pero además, con un doble vínculo sanguíneo; ya que tanto la madre como el padre de Francisco, Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias y Francisco de Paula de Borbón (que había sido uno de los candidatos para el trono del Río de la Plata en quienes pensaron los directoriales en sus proyectos monárquicos de 1815 y 1816); eran respectivamente hermanos de la madre y el padre de Isabel.  La boda real se celebró el 10 de octubre (fecha de cumpleaños de la reina).

 
En lo que se refiere a las conveniencias políticas, estratégicas y diplomáticas españolas, esa unión no estaba mal proyectada, por lo contrario; tenía la ventaja de resultar admitida por todas las facciones internas en pugna, convencidas como estaban de que Francisco, hombre (bueno, “hombre”… es un decir) débil y sin carácter, no intervendría en política; complacía a los isabelinos, pues había sido la madre de Francisco, Luisa Carlota (mujer decidida y de "cuchillo en liga"), quien impedió que el ministro de Gracia y Justicia de Fernando VII, Francisco Carlomarde, aprovechándose de la enfermedad del rey que estaba postrado y con sus facultades mentales disminuidas (disminuidas más allá de lo que era natural en él, quiero decir), capitalizara en beneficio de los carlistas una derogación de la Pragmática Sanción que le había hecho firmar, arrebatándosela de las manos y rompiéndola; y era alentada por las otras potencias.
Pero más allá de eso, no había entre Isabel y Francisco compatibilidad alguna y ese matrimonio fue un desastre que tuvo principio en una frustrada noche de bodas en la cual Paquita Natillas no pudo consumarlo en el lecho real. Muchos años después, Isabel le haría en París a Fernando León y Castillo esta confidencia: "¿Qué puedo decirte de un hombre que en la noche de bodas llevaba más puntillas, bordados y encajes que yo?".
El pueblo quería mucho a Isabel –la quiso siempre, aún en su descrédito y caída-, en quien había depositado grandes esperanzas después del calamitoso reinado de Fernando VII, y la llamaba cariñosamente "frescachona" (empleando el término como sinónimo de robusta, rozagante, saludable). Y es que en efecto, era todo eso. Y excelente amazona, además.


Y lógicamente, en la comparación con el amanerado y enjuto Francisco, éste, obviamente salía perdiendo; por más uniforme militar que vistiera intentando disimular su evidente carencia de virilidad.

 
 
Las coplas populares que circulaban en aquel tiempo son muy ilustrativas, como por ejemplo, esta: "Doña Isabelona / tan frescachona / y don Francisquito / tan mariquito". O esta otra, más hiriente aún: "Paquita Natillas / es de pasta flora / y mea en cuclillas / como las señoras".
Y una imagen de Sem que es más contundente todavía: Aparece Isabel exhibiendo una archipeluda vagina ante su esposo, diciéndole burlona: “¡Ay, Paquita! La verás, pero no la catarás”, aludiendo inequívocamente a que el marica rey consorte no tendría actividad de alcoba con ella (cosa que por otra parte, él no deseaba, dicho sea de paso).


¡Pobre pueblo español! Tan noble, tan hidalgo, tan valeroso; obligado a asistir impotente a la unión de la reina a la cual quería, con un amariposado al cual no se le conocían aptitudes para nada que no fuera el parasitismo vergonzante en el que vivió toda su miserable existencia.
Así las cosas, Isabel evidenció más temprano que tarde una notable sexualidad que la llevó a tener varios amantes. Pero cuidado; no debe confundirse sexualidad con genitalidad (que también la ejerció y en alto grado). Isabel denotó una gran sexualidad, pero eso no significa necesariamente que toda ella se tradujera en genitalidad y que fuesen ciertos todos los affaires que se le endilgaron. Que fueron, eso sí, varios.
Así como también es más que probable que ninguno de sus cinco hijos que sobrevivieron al embarazo y al parto fuese de Paquita Natillas. Aparece como innegable que no lo fue su hija la infanta Isabel –a quien se le decía popularmente la Chata y maliciosamente la Araneja-, fruto de su relación con el capitán José María Arana; ni lo fue su hijo Alfonso XII, quien habría sido engendrado en el vientre de su madre por el capitán Enrique Puigmoltó; y tampoco lo fueron sus hijas Pilar, Paz y Eulalia, nacidas de la relación de Isabel con Miguel Tenorio.


 
Y obviamente, no iba Sem a perderse la gran oportunidad de mostrarla concibiendo hijos de varios amantes en una lámina en la que se la representa fornicando en el trono, detrás del cual aparece escondido su confesor el padre Claret; al lado de su esposo, Francisco, que se masturba; mientras otro amante aguarda su turno con el pene en erección; y viene entrando, desnuda, sor Patrocinio a sumarse a la fiesta. Al pie se lee: "Real taller de construcción de príncipes. Se admiten operarios". 
 
 
Había mucho de dionisíaco en Isabel. Todo en ella parecía excesivo, desde su rolliza figura hasta su índole franca, expansiva, locuaz, para nada distante; gustaba de alternar con las gentes del pueblo sin pararse a mirar su “jerarquía” social; generosa hasta el punto de la prodigalidad y aficionada al arte y sobre todo al canto (fue ella misma una extraordinaria cantante de bellísima y afinada voz); sus noches se alargaban hasta las madrugadas y se despertaba ya avanzadas las tardes. Su sexualidad se extendía a un voraz apetito: se decía que en ocasiones solía comer hasta dieciséis veces en un día. No ocultaba sus relaciones extramatrimoniales, seguramente porque consideraba que si se le había impuesto un marido al que no amaba y que no podía ejercer de tal; su derecho a subsanar aunque sea parcialmente esa desgracia, estaba más que justificado; y quizá por eso era absolutamente indiscreta y no tenía reparos en escribir explícitos mensajes a sus amantes.
Sem la representa lúbrica, con un cetro terminado en forma de pene goteando semen, y la insta: "No seas lividinosa (sic) y tapa, tapa la cosa".

 
Por su parte, Paquita Natillas no era un puto promiscuo; él se mantenía fiel a su gigoló,  un oscuro barbero de Sevilla llamado Antonio Ramos Meneses, precursor en el “oficio” de chongo al que el rey consorte llegó al extremo de hacer nombrar duque de Baños. Mientras tanto, el pueblo seguía riendo de él y acuñando coplas sentenciosas: “Gran problema es en la Corte / averiguar si el consorte / cuando acude al excusado / mea de pie o mea sentado”.
Sem lo pinta con una enorme cornamenta y masturbándose, como "El rey consorte / primer pajillero (para nosotros los argentinos, pajero) de la corte".

  
Y no se priva de mostrarlo en toda su indignidad, en otra lámina al pie de la cual se lee: "Vuestra noble faz empaña / el nublo del deshonor / desfaced pronto esa niebla / cortaos los cuernos, Señor; / que el mundo entero os señala, / la Europa os llama cabrón, / y cabrón repite el eco / en todo el pueblo español".
 
 
 
Pero debemos discernir adecuadamente entre la historia y la propaganda política. Quiero decir; así como no se debe escribir la historia de Rosas basada en el panfleto sarmientino Facundo o la del doctor Francia fundada en el Yo el Supremo de Roa Bastos; tampoco debe escribirse la de Isabel II cimentada en el becqueriano Los Borbones en pelota.
Porque no había nada de lesbianismo en su vínculo con sor Patrocinio, ni tampoco su confesor el padre Claret mantenía relaciones homosexuales con el maricón cornudo consciente y complaciente de Francisco como se estipula en esa obra, ni se realizaban en el palacio real orgías con políticos y militares, ni se ejercían la zoofilia y la necrofilia como se describe en  las acuarelas de Valeriano.

 
 
 

 
 
Sor Patrocinio era una monja “milagrera” y una delirante mística (y por ende, mistificadora y fraudulenta), pero su influencia se circunscribía a mediar ante el manfloro cornamentado Francisco para que aceptara reconocer e inscribir como propios a los hijos habidos entre Isabel y sus amantes (a cambio de millones, dicho sea así como al pasar; porque Paquita Natillas era puto, sí; pero un puto al que le gustaba el dinero).
 
 
Y el padre Antonio María Claret, confesor de Isabel, fue sin duda alguna un prelado conservador y en ocasiones hasta recalcitrante si se quiere; pero en su función eclesiástica fue eficaz y consecuente en su prédica cristiana, y tuvo gran aceptación en el pueblo, eso es indisputable.
Soy agnóstico y tengo escasa (o mejor dicho, ninguna) simpatía por la iglesia católica; pero también me empeño en atenerme a rajatabla a la búsqueda de la verdad histórica bajo el postulado de la estricta honestidad intelectual, y por eso me repugna todo falseamiento; no estoy dispuesto a incurrir en ellos por más adhesión o rechazo que me generen ciertos personajes históricos. Claret retrógrado y refractario, sí, coincido (y hasta agregaría a los calificativos sobre él, el de hipócrita); pero Claret bufarrón de Paquita Natillas y bastonero de desenfrenadas orgías y bacanales palatinas, no, no fue así.
Lo de la relación entre Isabel II y el papa Pío IX (o Pío Nono) es más complicado de establecer fehacientemente, fundamentalmente por la cerrazón en torno a los archivos vaticanos. Se ha sostenido con insistencia que la reina evidenciaba una “beatería supersticiosa” y eso no es cierto. La Frescachona era auténticamente católica y no había en ella en ese aspecto fingimiento ni exageración alguna. La crítica de vastos sectores de la opinión pública española se cebó en esa época en torno a dos cuestiones: el otorgamiento de Pío Nono a Isabel II de la Rosa de Oro en reconocimiento a su virtud católica, y una supuesta bula que Sem (los Bécquer) menciona como singularis: “Pío Nono agradecido / a los dones de Isabel, / le da bula singularis / para que pueda joder” (asignándole a joder la significación que los argentinos le damos a coger).
 
 
En virtud de esta bula, que dicen se habría expedido a cambio de trescientos cincuenta millones de reales, se le habría otorgado a la reina una suerte de vía libre papal para que pudiera fornicar con quien se le antojara. ¿Habrá algo de cierto en eso? Por lo pronto, las bulas pontificias emitidas por Pío Nono son de público dominio y ninguna de ellas está referida a semejante asunto; pero ¿podría haber habido una bula secreta en favor de Isabel II? A priori, surge como altamente improbable, pero chi lo sa...
Eso sí, para instalarlo como una certeza histórica se necesita una prueba fehaciente (o sea, la bula misma); y para inferirlo como posibilidad, por lo menos algún indicio razonable; no basta con citar una "información" aislada y no verificada de un diario opositor al gobierno, como esa que se esgrime de El Relámpago en su edición del 10 de febrero de 1867, que menciona la postergación de un pago "en remuneración por cierta bula que Pío IX ha acordado a Isabel II y que su esposo Francisco ha creído deber aceptar". O la publicada en el diario El Caos del 4 de julio de 1870 (cuando ya no era reina de España y vivía en París) atribuyéndole a Isabel haber pronunciado estos versos: "Yo nunca pierdo la chola / por más que me llamen chula, / para estas cosas, yo sola / tengo del papa la bula / y dejo correr la bola".
Digamos que si lo de El Relámpago es difícil de creer; lo de El Caos directamente raya en el absurdo. En fin...

Continuará
 

 

martes, 13 de agosto de 2013

10 DE MAYO DE 1886: ATENTADO CONTRA EL PRESIDENTE JULIO A. ROCA


Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Para mayo de 1886 la situación política en lo concerniente a la pugna entre partidos, ya estaba definida. El período presidencial de Julio A. Roca (el primero: 1880-1886; porque tendría un segundo: 1898-1904) vencía ese año, y de las elecciones realizadas el 11 de abril, emergieron los colegios electorales que proclamarían presidente de la Nación a Miguel Juárez Celman (concuñado de Roca y candidato por el roquismo, es decir, el oficialismo) por 168 votos contra 32 para Manuel Ocampo y 13 para Bernardo de Irigoyen postulados por la coalición denominada Partidos Unidos, conformada por el rochismo, el mitrismo y el bernardismo, llamados así por ser sus principales referentes Dardo Rocha, Bernardo de Irigoyen y Bartolomé Mitre respectivamente (además de Aristóbulo del Valle, Domingo Faustino Sarmiento y Vicente Fidel López)—; y vicepresidente a Carlos Pellegrini también por el oficialismo, obviamente por 179 votos contra 28 para Rafael García, 3 para Luis Sáenz Peña y 3 para Bartolomé Mitre.
Consecuentemente, para mayo le quedaban a Roca cinco meses por delante para concluir su mandato el 12 de octubre, fecha en la que traspasaría la presidencia a Juárez Celman: Meses durante los cuales debía inaugurar el 24° período de sesiones del Congreso, que comenzaría el 10. La ceremonia estaba prevista para ese día (caía lunes) a las tres de la tarde.
Minutos antes de esa hora, un Roca vestido con uniforme de gala, con la cabeza cubierta por un bicornio y luciendo la banda presidencial, recogió de su mesa de trabajo los papeles en que había escrito el discurso que pronunciaría, salió de la Casa de Gobierno y cruzó la calle en diagonal para dirigirse al Congreso, que distaba menos de una cuadra (me refiero al viejo edificio del Congreso, que estaba situado en la esquina de las calles Balcarce y de la Victoria —la actual Hipólito Yrigoyen—), con entrada por Balcarce 139, acompañado por sus ministros y otras personalidades.



Un corto número de personas observaba la escena (“una multitud se apiñaba en la plaza 25 de Mayo... hallándose asimismo las azoteas y balcones de La Bolsa, Correo, Aduana y Altos de Escalada, coronados de gente”, fantaseaba el diario La Nación, que se ha caracterizado por tener un curioso concepto a la hora de definir lo que es multitud).
Al pasar la comitiva, las tropas formadas del regimiento 1 de Infantería al mando del coronel (meses después ascendido a general) Antonio Donovan, presentaron armas al presidente, y la banda militar comenzó a tocar la marcha Ituzaingó.
De repente ("siendo exactamente las 15.10 hs. —consigna La Nación, a escasos metros de la puerta de acceso al Congreso y cuando el primer mandatario subía a la vereda, un sujeto surgió de entre el gentío y levantando un puño en el que tenía una piedra, lo golpeó en la cabeza. Cuando se aprestaba a asestarle otra vez, Carlos Pellegrini que era muy alto y de fuerza hercúlea lo tomó de atrás ("lo acogotó con el brazo derecho", dice La Nación en la nota publicada respecto al incidente en su edición del 11 de mayo de 1886) y lo inmovilizó; mientras el senador David Argüello le tiraba de la barba ("de los cabellos", según La Nación). Por su parte, el general Nicolás Levalle, integrante de la comitiva, vociferaba ordenándole a Donovan "desplegar sus tropas en batalla" ( convengamos en que era un tanto excesivo lo del hombre, ¿no?). Otro de los militares que acompañaban a Roca gritaba: "¡Que lo envasen con la espada!", y uno que calzaba los mismos puntos, se preparaba a hacerlo; pero Pellegrini, sereno, lo llamó al orden, impidiéndoselo. Vicente Casares, que asistía a todo desde el balcón de la casa de sus padres, clamaba desde allí: "¡No lo maten!". Pellegrini entregó al agresor (que desde el suelo pedía insistentemente "¡Mátenme!") al comisario Baldomero Cernadas, quien lo esposó. Costó a la policía sacarlo de entre los soldados que le estaban dando una tremenda golpiza ("Pellegrini ordenó la calma, aunque no pudo impedir en la vereda de Balcarce los trompis sobre el criminal", pone La Nación).
El ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Eduardo Wilde (amigo de Roca y prominente médico higienista, de abnegada y heroica actuación durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871), improvisó una enfermería en la Secretaría General de la Cámara de Diputados, y procedió a asistir al presidente, que seguía sangrando profusamente. Limpió la herida, le puso árnica para detener la hemorragia y después de asegurarse de que no hubiese arterias rotas que ligar; sobre ella colocó un apósito hecho "a partir de un pañuelo" —pañuelo ese que era del ministro de Hacienda, Wenceslao Pacheco, y que podemos apreciar en esta imagen del Museo Histórico Nacional—:


Dicho sea de paso, se ha difundido hasta el hartazgo el mito del supuesto diálogo entre Roca y Wilde: "—Doctor Wilde, esta es la primera cachetada que he recibido en mi vida", habríale dicho el Zorro a su ministro; y este habría contestado: "—No es usted solo, señor presidente, quien la recibe; sino el decoro de la República". Absurdo por donde se lo mire. Roca y Wilde eran íntimos amigos y el tratamiento usual entre ellos era el cotidiano y familiar vos; no los acartonados "usted", "doctor" y "señor presidente". Por otra parte, suponerlos a Roca —que había ganado cada uno de sus ascensos en un hecho de armas— preocupado en semejantes circunstancias por aclararle a su ministro que esa era "la primera cachetada que recibía en su vida" (como si su padre, su madre o quizá algún superior, no le hubieran aplicado jamás algún que otro chirlo o soplamocos); y a Wilde, concentrado en evaluar la gravedad y curarle la herida que sangraba copiosamente, acordándose ¡justo en ese momento! del "decoro de la República", raya en lo cómico. Pero bueno, son esas chafalonías con las que los mitómanos se empeñan en adornar artificiosamente la historia, como si ésta precisara de ello. En fin...
Seguidamente, un Roca que estaba mucho más pálido que lo natural en él (era de tez muy blanca, cabellos rubios y ojos grises azulados), notoriamente demacrado, con la cabeza vendada y  la banda presidencial manchada con un cuajarón de sangre; se dirigió al recinto de sesiones:


Y allí se excusó de pronunciar el discurso que tenía preparado para la ocasión, pues "un incidente imprevisto me priva de la satisfacción de leer mi último mensaje que como presidente dirijo al Congreso de mi país. Hace un momento, sin duda un loco, al entrar yo al Congreso, me ha herido en la frente no sé con qué arma", dijo.  Después con escasa memoria a la hora de recordar sus propios "procedimientos", diría yo; porque justamente había sido su ministro Pellegrini quien desde el ministerio de Guerra bajó la orden presidencial de "ganar las elecciones cueste lo que cueste" en un grand coup lors, ya que situaba el juego en campo contrario: el del mitrismo, y con el estiletazo de una fina ironía, además; lo que viene a demostrar que, aún conmocionado por el atentado que había sufrido y debilitado por la pérdida de sangre; la astucia del Zorro estaba ahí, inalterable como siempre, dijo: "Se habla de fraudes, de violencias, de abusos de autoridad. Las elecciones se han realizado con no menos libertad ni garantías que en las administraciones de los ilustres argentinos que me han precedido en el gobierno". Y concluyó manifestando que estaba "con la conciencia tranquila, el ánimo sereno, acariciando la idea del retiro y el silencio que las democracias reservan a quien las ha servido bien o mal, sin odios ni rencores para nadie, ni siquiera para el loco que acaba de agredirme". 
Un óleo de Juan Manuel Blanes que se encuentra en el salón de los Pasos Perdidos del edificio del Congreso Nacional (el actual, quiero decir) recuerda la escena:

  

Trascartón, Roca se retiró del Congreso y abordó un carruaje que lo trasladó a su casa, donde Wilde, ahora acompañado de los doctores Crespo y Costa, volvió a examinar la herida y le practicó un nueva curación. Tan eficientemente, que el vendaje recién fue retirado tres días después, y en el término de veinticuatro, había sanado completamente.
Pero a todo esto veamos: ¿quién era el autor del atentado y qué fue de él luego de ser entregado a la policía?
Se trataba de un hombre de 36 años de edad, oriundo de la provincia de Corrientes, llamado Ignacio Monjes ("Ignacio Monge" consigna erróneamente La Nación), según consta en el expediente judicial titulado "Monjes, Ignacio - Tentativa de asesinato al presidente de la República don Julio A. Roca - Juez Doctor Julián L. Aguirre, Secretario Román Bourel.
Monjes había actuado en la guerra del Paraguay, en las campañas del gobierno de Sarmiento contra López Jordán, y en la sublevación correntina en apoyo a la porteña del gobierno de Tejedor contra el de Avellaneda. Provenía de una antigua familia unitaria y mantenía estrechos vínculos con el Partido Liberal, tanto con el de su provincia, como con el de Buenos Aires, lo cual no necesariamente significa que "militara" en sus filas, como han afirmado la mayoría de los historiadores que se ocuparon del caso; o que "no tenía militancia política", como sostuvieron tajantemente otros. La verdad es que Monjes era ardorosamente unitario y liberal en cuanto a sus ideas y a sus actos; pero eso no lo hacía "carne de comité" ni "elemento de acción", es decir, un matón al servicio del caudillo de turno. Distaba mucho de ser un "gaucho malo" y "compadre" arrastrado hasta descender al asesinato político por "lealtad partidaria", como ocurrió 
por ejemplo con el famoso Juan Moreira, que había puesto su daga sucesivamente al servicio de alsinistas y mitristas en pos de un indulto que jamás le llegó.
Del expediente judicial surge que Monjes actuó solo y por su exclusiva cuenta; pese a que las primeras investigaciones (las policiales, no las judiciales) se inclinaron hacia la hipótesis de una conspiración, debido a la existencia de determinados indicios y antecedentes en tal sentido. Ocurría que por ese tiempo, Monjes que estaba sin empleo vivía en casa de su comprovinciano Manuel Florencio Mantilla que era director del Archivo General de la Nación en el domicilio de éste en la calle Perú n° 99. Es pertinente recordar aquí que Mantilla fue el "Mitre correntino", es decir, el creador de una historia amañada para servir a los postulados e intereses del orden liberal impuesto a sangre y fuego en el país, post Caseros y Pavón. 
La policía estaba perfectamente al tanto de que dos años antes había existido un complot para apresar y asesinar al presidente Roca, en el que anduvieron entreverados Dardo Rocha, Máximo Paz y Carlos D'Amico, lo cual (según cuenta este último en su libro Buenos Aires, sus hombres, su política) no se verificó debido a una supuesta traición de Paz, quien habría sido un elemento infiltrado en la conspiración por el mismo Roca, que pudo de esa manera enterarse de lo que se tramaba en su contra. Entonces, para el día del atentado, siendo Rocha como consigné antes, uno de los referentes principales de la oposición a Roca, y siendo asimismo Mantilla tenazmente antirroquista (en 1880, como diputado nacional, se había negado a trasladarse a la localidad —hoy barrio de Belgrano, declarada capital nacional provisoria por decreto de Avellaneda; y fue considerado dimitente, cesando (de hecho y por imposición) en sus funciones de diputado, y además; al regresar a su provincia fue proscripto y desterrado, con todo lo cual se entiende su antirroquismo, ¿no?; tenía cierta lógica el que la policía se inclinara en principio a encuadrar lo de Monjes en un complot opositor, orientando la investigación desde esa presunción. Investigación que, a horas nomás de iniciada, demostró que el supuesto del que se partía era incorrecto y que no cabía la posibilidad de ninguna conspiración organizada por los partidos opositores, por otra parte. Minutos después del atentado y ya detenido Monjes, la policía secuestró la piedra de la que se había valido éste para atacar a Roca, que resultó ser un trozo de ladrillo refractario de manufactura inglesa de 10 cm. de ancho y que pesaba 675 g., es decir, un cascote y no un adoquín como se informó al principio; que podemos ver en esta imagen perteneciente al Museo Histórico Nacional.


Y esa misma noche del 10 de mayo se allanó la habitación que ocupaba en la casa de Mantilla, en la cual se halló un baúl atestado de libros de espiritismo y papeles y folletos que indicaban que Monjes integraba una secta espiritista llamada La Humildad entre cuyos postulados se encontraba uno que sostenía que "cuando dos terceras partes del pueblo ven que el gobernante es malo, éste debe desaparecer".
Así pues, al incoarse el 13 de mayo la causa contra Monjes, el juez Aguirre sabía a qué atenerse. Pidió los pertinentes informes periciales, que abarcaron desde los referidos al arma utilizada, hasta los exámenes psíquicos (Monjes hacía trece años que sufría de frecuentes ataques de epilepsia y su abogado Jorge Argerich estimaba que una declaración de insania mental lo salvaría, o por lo menos beneficiaría notoriamente su situación procesal). Convengamos en que la defensa muchas alternativas no tenía: Monjes cometió el atentado delante de cientos de testigos, había sido apresado in fraganti, y en la indagatoria había declarado que: "Lo hizo para salvar a la Patria y porque quiere la libertad para ella, que esa idea la tuvo desde esa mañana al haber sabido que se abría el Congreso. Al herirlo (al presidente) lo hizo con la intención de detenerlo en sus malos procederes, matándolo si el golpe resultaba mortal. Que el hecho lo cumplió solo, que no estaba ebrio y sí en su sano juicio". Después, en una ampliación dijo que: "Su intención fue además de salvar la patria, mejorar de situación (nota mía: se refiere a su situación socio-económica personal) con el cambio de gobierno". Y por último, en otra ampliación declaró: "La idea, la intención de darle muerte, la tuvo recién al verlo salir de la Casa de Gobierno en dirección al Congreso y que a nadie comunicó su propósito". Contundente, ¿no? Como canta el Indio Solari: "Pintan mal las cosas para él, mi viejo, pintan mal".
No obstante, es de hacer notar que la estrategia elegida por Argerich para la defensa, denotaba su habilidad abogadil. Digo, en esos tiempos de orden liberal (en lo teórico las más de las veces; que no en lo práctico) y de "odio eterno a la tiranía" (Rosas), el pintar a Monjes como un fanático de la libertad en lucha solitaria y desigual para "librar al país de otro tirano" (Roca), era más que conveniente.
Y le dio buenos resultados, porque vastos sectores de la opinión pública empezaron a mirar a Monjes desde esa óptica, y porque el informe psiquiátrico de los peritos forenses doctores Marcelino Aravena y Julián Fernández, aconsejaba al juez que "su culpabilidad debe ser atenuada".
Debía estar todavía felicitándose a sí mismo Argerich por sus dotes de leguleyo, cuando el fallo del juez Carlos Miguel Pérez cayó sobre él (o mejor dicho, sobre Monjes) como un mazazo: el 10 de mayo de 1887 (exactamente al cumplirse un año del atentado a Roca) emitió su veredicto considerando al imputado incurso en el delito de tentativa próxima de asesinato ejecutado con premeditación y alevosía y sentenciándolo a diez años de presidio que cumplirá en la cárcel penitenciaria, inhabilitación absoluta para ejercer cargos públicos por el tiempo de la condena y la mitad más, e interdicción civil mientras dure la pena (arts. 95, 12 y 83, inc. 1 del Código Penal).
El fallo fue apelado a la Cámara y ésta primero giró el expediente al Consejo de Higiene pidiéndole taxativamente que se expida acerca de una sola cuestión: "Si Monjes está demente". Pero al considerar insatisfactoria e inadmisible la respuesta de dicho organismo (que sugería un cambio de paradigmas en el criterio penal), solicitó otro informe psiquiátrico para lo cual designó dos nuevos peritos, los cuales consultados en tal sentido manifestaron que "nada revela que el procesado Ignacio Monjes esté actualmente en estado de demencia". La Cámara ratificó entonces el 3 de setiembre de 1888 la sentencia del juez Pérez, pero morigeró las condiciones de encarcelamiento, estipulando que el condenado debería cumplir la pena en presidio y no en cárcel penitenciaria (la diferencia no era una cuestión menor, porque relevaba al preso de los trabajos forzados y además le posibilitaba recibir ayuda de extramuros) y especificando que el plazo debía contarse a partir del 6 de julio de 1887.
Condenado y recluido que fue Monjes, todo el mundo lo olvidó pronto. Todo el mundo... menos Roca.
El 22 de enero de 1895 renunció el presidente Luis Sáenz Peña, en función de lo cual asumió el vice, José Evaristo Uriburu, que era una hechura del Zorro  y a quien éste ¡hasta le indicó quiénes debían ser los ministros que habrían de integrar el gabinete! El 28 de octubre Roca (que presidía el Senado) se hizo cargo en ese carácter de la presidencia de la Nación por enfermedad de Uriburu, hasta el 8 de febrero de 1896, fecha en la que restablecida ya su salud, este último reasumió. Después de eso, Roca le pidió a Uriburu que decretase el indulto para Monjes (a quien le faltaba uno para cumplir los diez años de su condena) y Uriburu así lo hizo, el 9 de julio. El Zorro hizo llamar a su presencia al correntino, le dijo que todo el incidente quedaba olvidado, y le anunció que le había conseguido un empleo.
Dependiendo del grado de adhesión o de rechazo hacia la figura histórica de Roca, algunos han interpretado el hecho como indicativo de su magnanimidad, y otros sostienen que lo hizo por oportunismo. A modo de ejemplo, voy a citar, de entre los primeros, lo que se consigna en el Museo Roca - Instituto de Investigaciones Históricas, que es obviamente, un organismo oficial:

El 10 de mayo de 1886, el presidente Roca se dirige al Congreso para dar su último mensaje. Antes de llegar es atacado por Ignacio Monges (sic) con una piedra que lo hiere en la frente sin mayores consecuencias. El agresor resultó ser un desequilibrado, a quien Roca perdonó, ocupándose de su futuro.

Y de entre los segundos, he seleccionado lo que al respecto sostiene José María Rosa, en su Historia Argentina t. 8 ps. 229 y 230:

La impopularidad de Roca quedó demostrada en ese atentado (...) En un gesto políticamente cotizable, indultó a Monges (sic) y le buscó un modesto empleo.

Por mi parte, no creo que Roca hiciera eso por magnanimidad ni por oportunismo político; sino que estimo que debe de haber tenido otros motivos que lo impulsaron a ello. Si hubiera querido proceder con benevolencia y benignidad, no hubiera esperado diez años para gestionar la libertad de Monjes; pues le hubiera bastado con pedirles a Juárez Celman, o a Pellegrini o a Luis Sáenz Peña que lo indultaran y sin duda alguna cualquiera de ellos habría accedido; tal como accedió Uriburu. ¿O alguien cree que se iban a negar a la petición de quien era, además de la víctima del atentado; la figura rectora de la política nacional? Sin embargo, esperó hasta que sólo le restara al correntino un año para cumplir su condena, para gestionarle la libertad. Y —aclaro, porque siempre hay algún poco avisado que cuando uno escribe "caballo", se empeña en interpretarlo como "mancarrón"— no pretendo negar que Roca haya sido esa vez magnánimo, porque lo fue en muchas ocasiones; ni estoy en modo alguno minimizando el gesto que tuvo para con Monjes, porque se necesita tener grandeza de alma para perdonar a alguien que quiso matarnos, y el Zorro la tuvo. Lo que quiero dejar estipulado es simplemente que para mí, no actuó en esa oportunidad guiado por la intención de ser magnánimo, sólo eso.
Y tampoco me parece que lo hiciera por oportunismo político, porque a ver: ¿qué representaba Monjes en términos cuantitativos, es decir, en votos? La respuesta es: nada, ni un solo voto, ni tan siquiera el propio. ¿Qué simpatías que se tradujeran en sufragios iba a acarrearle a Roca el gestionar el indulto para alguien que estaba preso desde hacía nueve años y que no poseía capital político alguno? Si hubiera actuado por oportunismo político, o sea, por interés, ¿acaso no le hubiera convenido mucho más recomponer las cosas con personas infinitamente más relevantes que Monjes en ese mundillo de la política? Además, no se le dio al hecho trascendencia periodística alguna: ni La Prensa, ni La Nación y ni siquiera Tribuna (el diario del propio Roca), dedicaron espacio a  batir el parche con el indulto a Monjes, entonces; ¿qué oportunismo político puede inferirse como causal de un hecho que ni siquiera publicita el mismo supuesto beneficiario del rédito que le reportaría?
No, el Zorro no hizo indultar a Monges y le consiguió un empleo porque quisiera ser magnánimo y condescendiente con él, ni porque pensara que eso le traería un beneficio político; sino que procedió así por coherencia, porque era lo que estaba en su naturaleza. Ese acto era precisamente el que cabía esperar de él dada su índole. Durante los veinticinco años en que fue la figura predominante en la política nacional, Roca procuró cerrar heridas siempre que pudo, y nunca quiso tener frentes abiertos porque sí nomás.
Entre el año que duró su procesamiento, juicio y apelación, y el tiempo de su condena, Monjes iba a estar once años fuera de la vía, y cuando saliera; encima sería un hombre sin medios de vida, pues si no tenía trabajo antes de ser presidiario, ¿qué le cabía aguardar para cuando terminara de cumplir la pena que se le había impuesto? Monjes estaba jugado, y así las cosas, cabía dentro de lo previsible que se propusiera llevar a cabo lo que no había podido lograr años antes, atentando nuevamente contra Roca. Era natural y lógico que éste lo hiciera poner en libertad y lo ayudara consiguiéndole un empleo, porque de ese modo el correntino le estaría agradecido, y además; podía tenerlo controlado, por lo menos, en algunos aspectos y ámbitos. Todo lo cual no invalida la buena acción del Zorro, desde ya.
Y si estoy o no acertado, es algo que —lamentablemente— no me será dado comprobar, porque en su correspondencia, Roca no se refirió al asunto. ¿Lo habrá comentado con alguno de sus hermanos o con su leal y consecuente amigo Gramajo? Si lo hizo, ninguno de ellos dijo jamás ni pío al respecto.
Será por siempre otro de los secretos —uno más de los tantos— que el Zorro se llevó a la tumba. Y es que aquel hombre, de verborrágico no tenía nada; hablaba muy poco y lo estrictamente preciso. Y lo bien que hacía.

-Juan Carlos Serqueiros-