jueves, 28 de febrero de 2013

EL GORRIÓN CORDOBÉS


















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

"Consigo vivir de esto con mucha dificultad. Y a veces, muy cuestionada por mí misma." (Mara Santucho, en entrevista concedida al programa Sangre de monos, de Radio Nacional Córdoba)

Hará unos... cinco, o quizá seis años, si no me marra la cuenta (Borges dixit), escuché, al azar, por pura casualidad, en un taxi cordobés; una voz que me impactó y me conmovió. Pregunté, y así supe que se trataba de la de ella: Mara Jimena Santucho, nacida en 1977 en Córdoba capital (ciudad esta donde continúa residiendo), actriz y cantante.
En lo actoral, ha protagonizado películas como Cuatro mujeres descalzas, de Santiago Loza; Por sus propios ojos y Lengua materna, de Liliana Paolinelli; El dedo, de Sergio Teubal; y Salsipuedes, de Mariano Luque.
Formó en 2001, en conjunto con Sol Pereyra y Alfonso Barbieri, la banda Los Cocineros; una propuesta de alto, primerísimo nivel artístico que concatena lo teatral con lo musical, y en la que Mara es la cantante e icono principal. Fue (y es) un éxito rotundo. ¿Por la música que hacen, me pregunta? Bueno, como ellos mismos se encargan de elucidar: "es la que escuchábamos tararear en las cocinas a nuestras abuelas mientras preparaban los ravioles domingueros" (lo cual de paso, nos explica el por qué del nombre del grupo). Conjugando géneros diversos como rock, tango, ska, pop, bolero, reggae y cuarteto, la banda lleva editados ya siete discos, todos ellos platos exquisitos dignos del más exigente gourmetPeras al olmo (2002); La hazaña rellena (2003); Niños revueltos (2004); Morrón y cuenta nueva (2005); Platos voladores (2006); En vivo en el Comedia (2008); y Diente libre (2009). Cliqueando en este ENLACE, se puede acceder a un excelente cover que hacen Los Cocineros con la inconfundible voz de Mara Santucho, de aquel hit de los 60 de Hermanas Navarro: el twist Mami.
Pero pese al extraordinario suceso de Los Cocineros; ella no descuida el proyecto solista que realiza paralelamente: Mara Santucho y los Cinzanos, acompañada por Ignacio y Agustín Falco en guitarra y percusión respectivamente; y por Tomás Gazzo en contrabajo.
Me pongo a escuchar, por ejemplo, esa maravillosa balada rock que es Estación del olvido, de Andrés Clifford (para acceder, cliquear sobre el ENLACE), y surge potente y a la vez arrulladora, la peculiar voz de Mara  con una cuidada, perfecta entonación, me llega como una caricia a los oídos, impacta en mis sentidos y me traspasa, laburando planos muy altos de mi psique.
¡Gracias por la magia de tu canto, gorrión cordobés!

-Juan Carlos Serqueiros-  

lunes, 25 de febrero de 2013

SEXO Y CORRUPCIÓN EN LA INGLATERRA MEDIEVAL







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

En la primera década del siglo XIV, más precisamente en 1307, accedía al trono de Inglaterra Eduardo II, de la casa Plantagenet, tras la muerte de su padre Eduardo I, acaecida el 7 de julio de ese año.
Ya desde su adolescencia el nuevo y joven rey (que no se distinguía precisamente por su inclinación a tareas, juegos y distracciones muy... varoniles, digamos) venía evidenciando sus preferencias sexuales orientadas inequívocamente hacia personas de su mismo género.
Por el año 1298 se había enamorado de Pedro Gaveston (Piers Gabastone), que tenía aproximadamente su misma edad (14 años) y era uno de los funcionarios favoritos de la corte de su padre y a quien éste tenía en gran consideración. Consideración largamente merecida, porque en efecto Gaveston, de origen plebeyo (era hijo de un fiel servidor, oficial y funcionario del rey), exhibía un juicio ilustrado, criterioso y atinado, y poseía excelentes aptitudes tanto en lo militar como en lo administrativo, debido a lo cual el monarca lo incluyó entre las compañías de su hijo, del cual se convertiría Gaveston en inseparable.


Eduardo I The Longshanks (el Zanquilargo) lo había calculado y previsto todo para el futuro reinado de su hijo una vez que él muriese; pero claro, todo... excepto que el príncipe se enamoraría de Gaveston. Cuando el rey se percató de ello, convocó al Parlamento y en presencia de la nobleza, dispuso que aquél debía ser desterrado (un destierro en condiciones más que benignas, ya que lo mandó a Francia y le señaló a Gaveston una significativa pensión que percibiría mientras durase el mismo), ordenó que en adelante no podría verse con el príncipe sin autorización suya, y en cuanto a su hijo, después de darle una (nunca mejor aplicado el término) soberana paliza (lo tomó de los cabellos, lo arrojó al piso y lo pateó hasta quedar exhausto), lo obligó a acompañarlo en lo que consideraba sería la etapa final para el sojuzgamiento de Escocia por parte de Inglaterra.


Pero sorpresivamente Eduardo I enfermó de disentería y falleció. Antes de expirar, alcanzó a llamar a su lado a su hijo y heredero, le reiteró todo lo que se esperaba de él y le prescribió que a su muerte no enterrase su cadáver; sino que hirviéndolo hasta que quedaran sólo los huesos, los portase hasta concluir la guerra con Escocia y sólo en ese momento les diese sepultura.
El hasta entonces príncipe de Gales y ahora rey de Inglaterra, Eduardo II, lejos de proceder según los últimos deseos de su padre; hizo que sus restos fueran inhumados en la abadía de Westminster, lo cual se verificó el 27 de octubre, se apresuró a abandonar la campaña de Escocia y dispuso que su amado Gaveston regresara de su exilio en Francia para incorporarlo inmediatamente a su corte (y de paso, a su lecho) y colmarlo de cargos -por ejemplo, lo nombró nada menos que earl (conde) de Cornualles- y honores. Asimismo, hizo casar a Gaveston con una sobrina suya (y nieta del fallecido Eduardo I), Margarita de Clare, celebrándose la boda en la mismísima residencia de la que había sido hasta allí la reina consorte: su madrastra Margarita, principiando así una serie de festejos con ningún sentido de la oportunidad; ya que los acontecimientos tenían lugar paralelamente a la terminación de los funerales del extinto Eduardo I. Todo esto, demás está decirlo, malquistó al flamante rey con la nobleza; además de que el odio hacia Galveston creció exponencialmente.
A principios de 1308, Eduardo II se casó en Boulogne-sur-Mer con Isabelle Capet (Isabel -o, indistintamente, Isabela- Capeto de Francia), una boda que había sido previamente pactada entre el padre de Isabel, Felipe IV el Hermoso, rey de Francia; y el de Eduardo, que como hemos visto, era Eduardo I, rey de Inglaterra; en un convenio que, después de diez años, zanjaba un litigio entre ambas coronas con respecto a las tierras de Gascuña, Anjou, Aquitania y Normandía. Hay unanimidad en cuanto a los atributos físicos de Isabel, de extraordinaria hermosura (considerada la mujer más bella de su tiempo); aunque no la hay en cuanto a la edad que tenía al casarse con Eduardo, ya que se desconocen la fecha, el mes y el año de su nacimiento (situado entre 1292 y 1295); generalmente se acepta que al momento de su boda tenía 12 años.
En el ínterin de su viaje de dos semanas para casarse, Eduardo había dejado a cargo de su reino, en calidad de regente a Gaveston, lo cual por supuesto, llevó al paroxismo las iras de los nobles hacia el valido del rey.
Más temprano que tarde, Isabel pudo notar que su flamante esposo, lejos de buscar su compañía y de cumplir sus deberes maritales; pasaba todo el tiempo con Gaveston.


Por esos días le escribía a su padre, Felipe IV: "No existe en la tierra mujer más desgraciada que yo. Mi esposo es un completo extraño en mi cama". Y Cristopher Marlowe en su obra Eduardo II, le atribuye estas palabras: "¡Ni Zeus enloqueció por Ganímedes tanto como el rey por el maldito Gaveston!". No obstante asignársele a Eduardo el ser esquivo a frecuentar el lecho de su esposa; debe decirse que tuvieron cuatro hijos, entre ellos el primogénito, llamado también Eduardo y que sucedería a Eduardo II en el trono, tras la abdicación forzada de éste.
La imprescindible brevedad a la que debe necesariamente ceñirse un artículo me inhibe en esta oportunidad para abundar en detalles sobre el complejísimo proceso de las guerras intestinas en la Inglaterra de Eduardo II. A quienes le interese el tema, me permito sugerirles la lectura de la abundante y variada bibliografía que hay al respecto: Edward of Carnarvon, 1284-1307 y The place of the reign of Edward II in English history: based upon the Ford lectures delivered in the University of Oxford in 1913, ambos de Hilda Johnstone; Edward II, de Seymour Phillips; The Greatest Traitor: The Life of Sir Roger Mortimer, 1st Earl of March, Ruler of England, 1327–1330 y The Death of Edward II in Berkeley Castle, ambos de Ian Mortimer; The Tyranny and Fall of Edward II, 1321–1326, de Natalie Fryde; Edward II, 1307-1327, de Mary Saaler; y por supuesto, la crónica más antigua existente sobre el particular, ya que fue escrita en 1326: Vita Edwardi Secundi, de autor anónimo.
Consecuentemente, me limitaré a consignar que la guerra civil, atizada por las intrigas y las ambiciones en el seno de la baronía sin que la débil y fluctuante voluntad de Eduardo bastara a evitarla (antes bien; contribuyó a enardecerla) se encendió, y luego de una enconada lucha entre las facciones, con la nobleza y el clero repartidos en sus preferencias por uno u otro de los bandos, Gavestone fue asesinado, según algunos historiadores, o ejecutado tras un breve juicio según otros.
Eduardo juró venganza contra aquellos a quienes reputaba como culpables de la muerte de su amado favorito; aunque después les concedería la gracia del perdón real (no obstante lo cual haría ejecutar a Tomás Plantagenet, conde de Lancaster, al que consideraba el máximo culpable).
La guerra civil trajo aparejada la pérdida ("pérdida" para Inglaterra, quiero significar) de Escocia, que se independizó en 1314.
Tras la muerte de Gaveston, Eduardo eligió como favorito (otra vez y al igual que la anterior, "favorito" en la corte y también en la cama) a sir Hugo Le Despenser, que "casualmente" era concuñado de Gaveston (estaba casado con una hermana de Margarita, la esposa -ahora viuda- de Gaveston: Leonor de Clare).
Las aberraciones cometidas por el déspota Despenser (por ambos Despenser, en realidad; pues el nuevo amante del rey era hijo y tocayo de sir Hugo Le Despenser, llamado el Viejo para distinguirlo de aquél al cual se lo conocía como el Joven) desatarían nuevamente la lucha interna, que involucraría además, a la reina consorte, Isabel; quien ayudaría a fugar de la Torre de Londres donde había sido recluído, a sir Rogelio Mortimer, conde de March, el principal opositor a la tiranía de los Despenser, quien se asilaría en Francia, donde reinaba ahora el hermano de Isabel, Carlos IV.
Y precisamente con éste se desataría un nuevo conflicto para Eduardo, por las tierras de Gascuña. A través de la sugerencia del papa Juan XXII, en 1325 Isabel convenció a Eduardo de destacarla ante la corte francesa para resolver el litigio. Isabel, en París, llegó prontamente a un acuerdo con su hermano Carlos IV, en virtud del cual se declaraba la paz y se le devolvería Gascuña a Eduardo. Para legitimar dicho tratado, Eduardo II debía rendir homenaje a Carlos IV, pero el primero, temeroso de que si se separaba de Despenser, los barones asesinaran a éste, reeditando lo ocurrido a Gaveston; prefirió enviar a su hijo y heredero, Eduardo de Windsor, que así se reunió con su madre en Francia.
A todo esto, Isabel se había reencontrado con Mortimer y se habían hecho amantes. 
Como era de esperar, Eduardo II reclamó a Carlos IV que hiciera que Isabel volviese inmediatamente a Inglaterra, y éste le respondió educada pero secamente, que su hermana había ido a Francia por propia voluntad y que asimismo, podía regresar a Inglaterra cuando quisiera; pero que si deseaba permanecer en Francia, no le correspondía a él echarla. Eduardo II recurrió entonces al papa, quien escandalizado ante el adulterio más que evidente, aconsejó a Carlos IV que la expulsase de su corte. Éste entonces, lo hizo, pero sólo en apariencia, pour la gallerie; mientras la seguía apoyando. La reina consorte de Inglaterra, que hasta entonces despertaba simpatía y compasión por estar casada con un rey mariquita que gustaba de los hombres; se vio así considerada como una puta adúltera.




Isabel se dirigió a Holanda y allí celebró un convenio con su primo Guillermo I, de la casa Avesnes, comté de Hainaut (conde de Henao), por medio del cual se estipulaba el futuro casamiento de su hijo, el joven Eduardo; con Felipa, la hija de Guillermo, y a cambio éste se obligaba a financiar un ejército integrado por mercenarios franceses y holandeses, con el cual Isabel y Mortimer proyectaban invadir Inglaterra, acabar con la tiranía de los Despenser y derrocar a Eduardo II, colocando en el trono al adolescente Eduardo con ellos como regentes.
Y efectivamente, todo les salió de acuerdo a lo que habían planeado. En setiembre de 1326 ni bien desembarcados Isabel y Mortimer con su ejército en la costa inglesa, la mayoría de los barones, encabezados por Enrique Plantagenet (hermano de Tomás de Lancaster, quien había sido ejecutado por orden de Eduardo II, como vimos antes), tomó partido por ellos, y en sólo dos semanas la formidable coalición en torno a Isabel y Mortimer tomó Londres y provocó la caída de Eduardo II, quien en compañía de su amante Hugo Le Despenser el Joven huyó a Gales. Las turbas londinenses, enardecidas y sin control alguno, salieron a cazar a los partidarios de los Despenser; los linchamientos, violaciones y saqueos se sucedieron y la ciudad fue presa del terror. Enrique apresó en Bristol a Hugo Le Despenser el Viejo y lo condenó a ser ahorcado, decapitado y descuartizado, tras lo cual ordenó que sus restos fueran arrojados a los perros.
Seguidamente, procedió a capturar a Eduardo II, al que llevó personalmente a Kenilworth, y a Hugo Despenser el Joven, a quien envió prisionero a Hereford, donde se encontraban Isabel y Mortimer. La ejecución que éstos le tenían reservada era espeluznante. Despenser fue conducido a la plaza, donde se lo desnudó y se leyó el bando en el cual se enumeraban los crímenes de los que se lo tenía por culpable. A continuación, lo ahorcaron; pero justo antes de que llegara a morir, fue descolgado.

 
Luego fue atado a una escalera al pie de la cual se encendió una gran hoguera.

 
Y seguidamente el verdugo le cortó el pene y los testículos, lo desolló, luego lo evisceró y finalmente le arrancó el corazón, arrojando al fuego los órganos.


Los alaridos de dolor que daba Despenser eran festejados por la multitud enardecida, distinguiéndose las ruidosas carcajadas de Isabel, que disfrutaba intensamente del "espectáculo".
Allí se ganó el apodo de Loba de Francia por el cual se la llamaría en adelante, debido a la blancura de sus dientes (característica esta rarísima en la Edad Media) exhibidos en las risotadas que lanzaba y a su crueldad. Después, bajaron el cadáver de Despenser, lo decapitaron y descuartizaron.
En cuanto a Eduardo II, fue encerrado en la Torre de Londres mientras un consejo se reunía y resolvía qué hacer con él; ya que las opiniones estaban divididas entre quienes querían ejecutarlo y los que no. Después de diez días de deliberaciones, se decidió que fuera recluido de por vida. 


En enero de 1327, el Parlamento reclamó su abdicación por una larga lista de cargos que se le formulaban, la cual se produjo el 21 de ese mes en favor de su hijo Eduardo de Windsor, que fue coronado el 1 de febrero y que en adelante reinaría con el nombre de Eduardo III; pero con Isabel y Mortimer como regentes en razón de su minoría de edad (tenía 14 años). 


El 21 de setiembre, Eduardo Plantagenet (ex Eduardo II) moría en el castillo de Berkeley en circunstancias que se desconocen. Hay quienes afirman que falleció por enfermedad, quienes sostienen que fue un estrangulamiento, quienes creen que fue asfixiado con una almohada, quienes se atienen a la versión más difundida: la de que fue asesinado por orden de Isabel y Mortimer por empalamiento (le habrían introducido un cuerno en el ano, haciendo pasar a través de él un hierro al rojo vivo), y hasta los hay quienes creen que no murió en ese entonces; sino que consiguió escapar y mantenerse oculto, falleciendo muchos años después de muerte natural. Particularmente, me hallo inclinado a suponer que murió de resultas de la combinación entre las condiciones de extrema insalubridad del sitio de reclusión y el abatimiento espiritual. Su cadáver fue embalsamado y sepultado en la abadía (hoy catedral) de Gloucester.
Isabel y Mortimer (especialmente éste), como regentes, actuaron con el mismo despotismo que había ejercido Le Despenser, reiterando sus prácticas de corrupciones, persecuciones y exacciones y sembrando el terror en beneficio propio y en el de sus esbirros.
El 24 de enero de 1328 Eduardo III, que contaba por entonces 15 años, se casó con Felipa de Henao, que tenía 13. El 15 de junio de 1330 nacería el primero de los 14 hijos que tendrían: Eduardo, el Príncipe Negro. El 19 de octubre de 1330, estando aún sujeto a la regencia de su madre y de Mortimer y percibiendo que la tiranía que éstos habían implantado era tan funesta y terrible como la anterior; se presentó sorpresivamente en el castillo de Nottingham donde estaba la pareja de regentes y apresó a Mortimer, al cual hizo encerrar en la Torre de Londres y ahorcar por traición un mes después, y proclamó su autoridad real, sin aceptar ya tutela alguna; a pesar de no haber llegado aún a la mayoría de edad. 



Obligó a su madre a retirarse y le fijó una pensión considerable. Isabel murió a los 67 años en su castillo de Rising, en Norfolk. Había tomado el hábito de clarisa.
De unos años a esta parte se han hecho tantos esfuerzos para reivindicar la figura histórica de Eduardo II, como los que desde el siglo XVI en adelante se hicieron para denostarla. En líneas generales, puede decirse que los primeros exhiben un bagaje tan paupérrimo en cuanto a la hermenéutica, que los argumentos esgrimidos para desechar las imputaciones paradojalmente llevan a que el lector se incline a reafirmar las mismas, aún cuando a todas luces sean injustas; y que los segundos, que cojean del mismo pie, pongan tal énfasis en la descalificación, que caen en invenciones inútiles y en la manipulación de la heurística. Y así, ambos se alejan de la honestidad intelectual que debería guiarlos en pos de esa utopía llamada verdad histórica.
Opino que Eduardo II estuvo tan distante de ser el dócil instrumento exento de mayores culpas en las manos inescrupulosas de ambiciosos seres abominables que quieren mostrarnos los unos; como de ser el mariquita vicioso, sanguinario, amoral y tirano que nos presentan los otros.
En apretada síntesis, considero que fue un botarate inserto en un contexto de lugar, tiempo y circunstancias en el que no tenía posibilidad alguna de sobrevivir. Puesto a reinar sin tener la más mínima aptitud para ello y obligado a hacer la historia, a provocar los sucesos, invariablemente fue detrás de los mismos, siendo así una hoja en el turbión. Adhirió, ya en su adolescencia, a una especie de adelphopoiesis secreta y sin iglesia, para terminar cayendo en la cuenta de que ni siquiera su propia carne podía dominar. Y no fue su elección sexual el condicionante mayor a la hora de su inexorable, rotundo fracaso (fracaso reconocido por él mismo en su abdicación forzada, por otra parte); sino su absoluta inanidad. Para colmo de males, los hados del destino, tan putos como él mismo, no le tiraron ni un centro. Si por lo menos, en lugar de la hermosa y astuta pero ruin Isabel de Francia le hubiera tocado una esposa como Felipa de Henao; quizá las cosas hubieran sido distintas, o por lo menos, algo distintas. Pero los dioses esa mujer se la dieron a su hijo, a él ni siquiera eso...
Eduardo II no fue un puto bueno ni un puto malo sino que fue una calamidad que atrasó la historia. 
Y esa fue la gran tragedia.

-Juan Carlos Serqueiros-

domingo, 24 de febrero de 2013

LA SOLEDAD DEL MANAGER







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

La soledad del manager es la tercera novela de Manuel Vázquez Montalbán de la serie Carvalho, y es subsiguiente a las primera y segunda de ella: Yo maté a Kennedy (1972) y Tatuaje (1974).
Editada en 1977, narra, abordándolo en el marco de esa época de la historia española (transición del franquismo a la democracia electoral), el nuevo caso de Pepe Carvalho, un detective nacido en Galicia que vive en Barcelona, en el coqueto y aristocrático barrio de Vallvidrera en las faldas del Tibidabo; el cual es contratado por Concha, la viuda de Antonio Jaumá, director gerente (o manager) de la filial española de una gigantesca multinacional, para esclarecer la muerte de su esposo, asesinado en el contexto de un crimen con implicancias, en apariencia, de proxenetismo y tráfico sexual.
Carvalho (un ex comunista y ex agente de la CIA norteamericana) es un gourmet exquisito que se deleita con manjares preparados cuidadosamente (ya sea en selectos restaurantes o por él mismo, en tanto consumado chef), regados con los mejores vinos. Tiene una novia, Charo, que es una prostituta de las caras; y un ayudante ex presidiario, Biscuter, que lo admira y adora. El detective se verá envuelto en una compleja trama, de la cual tendrá que extraer la verdad de lo ocurrido al marido de su cliente.
Para ello, Pepiño Carvalho cuenta con los datos certeros que le aportan personajes insólitos como el Bromuro, un lustrabotas que vive con la obsesión de que los poderes de turno le echan bromuro al agua a modo de estupefaciente destinado a adormecer las entendederas de la gente; y el coronel Parra, un ex camarada suyo que de militante comunista y anti franquista, ha pasado a desempeñarse ahora como asesor financiero de un banco.
En esa convulsionada Barcelona de fines de los 70, un cada vez más cínico y descreído, pero perspicaz Carvalho, continúa quemando libros considerados obras cumbres de la literatura universal para encender, haga calor o frío, el fuego en la chimenea de su casa; mientras bucea tenaz y resueltamente en la oligarquía de la industria y el capital, entre la represión de manifestaciones izquierdistas y sesudas reflexiones, para resolver el caso que tiene entre manos.
De lo mejor de Manuel Vázquez Montalbán.

-Juan Carlos Serqueiros-

sábado, 23 de febrero de 2013

SU CEREBRO CABE EN UNA CAJA DE FÓSFOROS



Escribe: Juan Carlos Serqueiros

¡Este Sabattini no entiende nada! Su cerebro cabe en una caja de fósforos. (Juan Domingo Perón)

Perón aprendió y aprendía con gran velocidad porque era muy inteligente. Por ejemplo, sobre la vieja política argentina, creo haberle sido muy útil para informarle o para conocer, pero aseguro que pronto sabía más que yo. Y tenía ciertas aptitudes revolucionarias que los hombres ya formados no tenemos, una capacidad para no sorprenderse de nada, para aceptar hechos nuevos y para adaptarse a la realidad. (Arturo Jauretche)

Promediando el año 1944, bajo la presidencia del general Farrell, el por entonces coronel Juan Domingo Perón detentaba los cargos de vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión. Había logrado triunfar en la interna que mantenía en el seno del gobierno con el general Luis César Perlinger, ministro del Interior quien, sustentando criterios opuestos a los suyos, lo había venido obstruyendo cuanto podía. Desembarazado de Perlinger, Perón era el hombre fuerte del gobierno y como tal, tenía innegablemente parte del poder; pero de ninguna manera -como lo hiciera notar sagazmente Jauretche- todo el poder. ¿Cuáles eran los motivos de la controversia que entre esos dos hombres se había desatado?
La historiografía liberal, antiperonista toda ella, y también la de inspiración marxista (la contraria al peronismo y aún la que le es afecta) sostienen que Perlinger era un nacionalista de derecha, pro nazi, que por pureza de principios no aceptaba la actitud híbrida de Perón (?). Nada más lejos de la realidad. En todo caso, se trataría de algo discursivo, pour la gallerie, o de últimas, metodológico; porque Perlinger integraba el GOU, con lo cual deben descartarse matices ideológicos en el enfrentamiento. Lo que en verdad ocurría, era que Perlinger y quienes lo seguían, entendían que el gobierno militar debía sostenerse y prolongarse sin término definido, hasta que el pueblo, "una vez que estuviese regenerado y reeducado", acertara a elegir a "los mejores" que habrían de gobernarlo (y de suyo, ellos descontaban que estarían entre esos "mejores", obviamente). Perón, en cambio, tenía una postura más pragmática y creía que había que profundizar las reformas introducidas hasta allí, fortalecer la política obrerista y las conquistas sociales, y luego de todo eso llamar a elecciones.
En medio de esa disputa con Perlinger, Perón empezó a tomar contacto con los referentes políticos de distintos sectores del conservadurismo y del radicalismo, y entre estos últimos; con Amadeo Sabattini, exponente ineludible de la intransigencia radical. La intención de Perón era absorberlos para la fuerza política que estaba empeñado en formar. José María Rosa le escucharía pronunciar: "La realidad efectiva, hoy por hoy, son los radicales y conservadores. Fagocitemos a los que están más próximos a nosotros". 
El historiador Norberto Galasso deja entrever, sin afirmarlo taxativamente, que Arturo Jauretche fue fundamental artífice a la hora de concretar esa entrevista: "Jauretche ha mantenido varias conversaciones con el caudillo cordobés, de las cuales nace una reunión Perón-Sabattini, hacia mediados de 1944, que se realiza en el despacho del administrador de Ferrocarriles del Estado, mayor Juan C. Quaranta", dice. La verdad es que por entonces, Jauretche se hallaba disgustado con Perón, con quien había tenido un cortocircuito (que no fue el primero ni sería el último), y la iniciativa de la reunión entre Perón y Sabattini (que dicho sea de paso, no era cordobés, como consigna Galasso; sino porteño afincado en Villa María) había sido de Quaranta; no fruto de las gestiones oficiosas de Jauretche.
Y séame permitida aquí una digresión: hay en el llamado progresismo, una tendencia a presentar a los forjistas como teniendo una capital influencia sobre Perón, a quien pintan siguiendo sus consejos como si se tratasen del infalible Oráculo de Delfos. La cosa era bien distinta: Jauretche, Manzi, etc., fueron hombres de extraordinaria relevancia en el campo del pensamiento y las letras; pero actuaron como asesores de Perón, aportándole a éste ideas y acercándole personas. No era que los forjistas formaron a Perón, sino que éste se formó a sí mismo; porque siempre fue hombre de inducir sus propios raciocinios.
Volviendo a lo de Perón-Sabattini, mucho se ha escrito sobre la reunión que mantuvieron y mucho más se ha especulado acerca de ello por parte del radicalismo y del antiperonismo en general.
Y claro, se comprende: es una manera de exaltar la importancia de Sabattini (y de paso, del desprestigiado, alicaído radicalismo) en el mapa político argentino de la época y de poner de relieve aquellos supuestos grandes méritos de su férrea intransigencia, factor este que, afirman, lo habría conducido a rechazar una supuesta candidatura a la vicepresidencia que en esa oportunidad le habría ofertado Perón.
Pamplinas. No hubo nada de eso. La reunión duró como mucho 15 minutos, que bastaron para que ambos se diesen cuenta de que estaban en las antípodas el uno del otro. Según afirmó Sabattini, Perón le ofreció al radicalismo todos los cargos del próximo gobierno, excepto la presidencia que reservó para el Ejército pero dejándole el segundo término de la fórmula, y a esa propuesta él habría respondido que la única candidatura posible sería la de un radical como presidente, porque "el radicalismo es la fuerza rectora del país; nada de frentes populares"; agregando: "estamos contra el 6 de setiembre de 1930, contra el 4 de junio de 1943 y contra cualquier intervención militar", y además; con un seco y tajante "yo no soy contubernista" (frase que por otra parte, usaba como muletilla siempre, por pura imitación del Peludo Yrigoyen).
Por su parte, el general Raúl Tanco afirmaría luego de realizada la entrevista, que Perón exclamó: "¡Este Sabattini no entiende nada! Su cerebro cabe en una caja de fósforos".
Preguntado por Félix Luna, Perón le contestaría que en modo alguno se habló de candidaturas: "Entre los políticos con los cuales conversé, hablé con Sabattini. Pero no me pude entender con él: era totalmente impermeable. Un hombre frío que no tenía posibilidad de entrar en una cosa como la nuestra... Él estaba en los viejos cánones". Luna: "-¿Usted ofreció a Sabbatini todas las candidaturas reservándose la presidencial?". Perón: "-No. De ninguna manera. No tratamos de eso. La impresión que saqué es que si yo le hubiera ofrecido algo para ser, hubiera aceptado, pero yo... ¿qué le iba a ofrecer a Sabattini?". Y en efecto, lo que le dijo Perón a Luna era estrictamente cierto, porque pensemos: si no podía Perón imponer su candidato para la intervención a la provincia de Buenos Aires, y tuvo que consentir en que lo fuera el general Juan Carlos Sanguinetti, identificado con Perlinger y en cuyo gabinete sólo logró poner a uno o dos ministros de entre la lista que le había acercado a petición suya Jauretche, ¿cómo podría entonces ofrecerle a Sabattini -o para el caso, a cualquier otro- nada menos que todos los cargos electivos excepto la presidencia? No estaba en condiciones de hacerlo, desde luego, y no lo hizo, sencillamente porque no hay que olvidar que Perón no era el gobierno; el gobierno era el Ejército, y dentro de ese esquema, Perón tenía una parte importante, decisiva si se quiere, del poder; pero como consigné precedentemente, no todo el poder. No le era dable ni posible hacer lo que se le antojara; debía necesariamente consensuar y acordar.
Y Sabattini, innegablemente poseía en un altísimo grado hermosas y loables virtudes cívicas que lo enaltecían y una escrupulosa honestidad puesta mil veces a prueba y jamás desmentida; pero vivía inmerso en un mundo ficcional, totalmente alejado de la realidad que lo circundaba, a la cual no comprendía ni siquiera remotamente. Se creía llamado a la alta misión de ser el continuador de la obra -según él, inconclusa (y debo confesar que me cuesta no poco agregar "felizmente, gracias a Dios" a eso de "inconclusa")- de Hipólito Yrigoyen, al cual admiraba con una devoción rayana en el fanatismo. Se veía a sí mismo como un apóstol regenerador de la política y no vislumbraba otro arbitrio que reeditar la intransigencia, los silencios y el misterio que en sus tiempos había empleado el Peludo como estrategia y sistema.
Pero así como la utilización por parte de Patroclo de la armadura de Aquiles no necesariamente convertía a aquél en éste; la adopción que hacía Sabattini de los métodos y estilo de Yrigoyen, no lo mostraba más yrigoyenista, sino que lo hacía aparecer como (y lo era) un yrigoyencito. Después, en octubre de 1945, se lo verá a Sabattini instigando al general Eduardo Avalos a la deposición de Perón y vanagloriándose de ser el que había "sacado de un ala a Perón" y jactándose de "voy a volverlo a sacar cuantas veces sea necesario" (se nota a las claras que lo suyo no era profetizar, decididamente), oportunidad en la que pudo ser presidente, llevado al sillón de la mano de Avalos, y que desperdició inexplicable e ingenuamente por haber reiterado el error de persistir en lo absurdo y extemporáneo de la intransigencia que imitaba.
No le quedaría ni siquiera el dudoso privilegio de ser en 1946 el candidato de aquel radicalismo amuchado al influjo de Braden en la inicua Unión Democrática.
¡Ah! y tenía razón Perón: Sabattini no entendía nada. Nunca entendió nada. Y es que la esfinge de Villa María era, en efecto, irremisiblemente impermeable a la realidad.

-Juan Carlos Serqueiros-

martes, 19 de febrero de 2013

UN SOMBRERO HECHO PELOTA


























Escribe: Juan Carlos Serqueiros
 
El 9 de mayo de 1945 había arribado a nuestro país el embajador que enviaban los Estados Unidos: Spruille Braden, quien doce días después presentó sus credenciales.
Era presidente de la Nación el general Edelmiro J. Farrell, y vicepresidente -con retención de los cargos de ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión que venía detentando previamente a ser designado vicepresidente- el por entonces coronel Juan Domingo Perón. Era este último el hombre fuerte del gobierno.
Las presiones sobre Argentina por parte de Inglaterra y los Estados Unidos -que habían interrumpido sus relaciones diplomáticas con nuestro país y retirado sus embajadores en Buenos Aires- tendientes a lograr que se dejase de lado la férrea postura de estricta neutralidad en la guerra, eran fortísimas. El triunfo de los aliados era ya irreversible. En febrero, Churchill, Roosevelt y Stalin se habían repartido el mundo en Yalta, Crimea; y seguidamente en Chapultepec, México, se habían echado las bases para que todos los países de la llamada América Latina se fueran adecuando al nuevo orden mundial emergente de la victoria aliada, alineando sus políticas según el designio que se le antojase dictar al Tío Sam.

En ese contexto, y de modo de descomprimir un poco la situación que amenazaba sumirlo en el aislacionismo, el gobierno argentino declaró la guerra al Eje (ya con éste virtualmente derrotado) el 27 de marzo. Inmediatamente de producido ese hecho, tanto Inglaterra como los Estados Unidos expresaron la voluntad de reanudar sus vínculos diplomáticos con nuestro país destacando nuevos embajadores. Fue en el marco de ese statu quo en el cual llegó Braden a Buenos Aires.
El 1º de junio el norteamericano -que estaba estrechamente ligado a intereses cupríferos y petroleros- solicitó una reunión protocolar con Perón y éste lo recibió. La cosa empezó mal (y palabra: no lo consigno precisamente con la intención de parafrasear a Melville en Moby Dick) y seguiría aún peor. Es que Braden (y el gobierno yanqui) estaban resueltos a terminar con ese gobierno argentino al que reputaban de nazi. Y no debe verse en esto un choque político filosófico, para nada. Perón no tenía con Braden un enfrentamiento ideológico, sino que se trataba de un conflicto de intereses: el norteamericano defendía los de su país y Perón defendía los argentinos; tan simple como eso. Los Estados Unidos eran en lo económico nuestros competidores directos, y además, en tanto vencedores en la guerra mundial; no podían tolerar que Argentina se sustrajese a su influencia dándose el lujo de mantener una política independiente de los dictados que venían del Norte. El gobierno estadounidense (presidido por Harry S. Truman, quien había sucedido al fallecido Roosevelt) consideraba nazi al argentino.
Y Braden, ya en su primer informe, afirmaba que éste era fundamentalmente antinorteamericano y calificaba a Perón de megalomaníaco.
He ahí el meollo del asunto: para los yanquis; nazi era sinónimo de antinorteamericano. Y Perón no era nazi, ni antinorteamericano ni nada; era simplemente argentino. Braden era el encargado de someter a nuestro país a los intereses del imperialismo ejercido por el suyo, y Perón estaba decidido a impedirlo. Esa y no otra fue la cuestión.
Y así lo comprendió la siempre eficacísima diplomacia inglesa; a punto tal que el funcionario a cargo del área latinoamericana del Foreign Office, J. V. Perowne, le escribía por entonces al embajador inglés en Buenos Aires, sir David Kelly: "Uno no puede eludir la sensación de que el 'fascismo' del coronel Perón es tan sólo un pretexto para las actuales políticas del señor Braden y sus partidarios en el Departamento de Estado: su verdadero objetivo es humillar al único país latinoamericano que ha osado enfrentar sus truenos. Si la Argentina puede efectivamente ser sometida, el control del Departamento de Estado sobre el hemisferio occidental será total. Esto contribuirá simultáneamente a mitigar los posibles peligros de la influencia rusa y europea sobre América Latina y apartará a Argentina de lo que se supone es nuestra órbita." (sic)
Clarito, ¿no? Huelgan los comentarios. Y es que Braden le había solicitado a su colega inglés Kelly la colaboración británica para el "derrocamiento del gobierno argentino" que, según él, era "posible y deseable a cualquier costo".
Sobre mediados de junio Perón se reunió nuevamente con Braden a solicitud de éste, originada en un pedido de garantías para el accionar de los corresponsales de la prensa norteamericana que se creían "atacados por el gobierno argentino". Perón le respondió seca y desabridamente que los periodistas, ya fueran argentinos o extranjeros, gozaban en el país de la protección de la ley, que era igual para todos.
El 30 de ese mes Perón citó a Braden a una entrevista en su despacho (el norteamericano escribiría después en su Diplomats and demagogues: The memoirs of Spruille Braden: "Perón me recibió fríamente. Ni una sonrisa, ni un abrazo, ni siquiera un apretón de manos. Únicamente esta palabra ruda: -Siéntese") y le dijo derechamente que lo sabía instigador y financista de la campaña de prensa en contra del gobierno, advirtiéndole que no podría proteger a quienes participaran en ella del riesgo de ser asesinados por cualquiera de los "millones de fanáticos que me adoran". Braden respondió que el gobierno argentino tenía la obligación de protegerlos y Perón le retrucó que no estaba en condiciones de proceder a ello. "-Tiene usted que hacerlo", insistió el yanqui. "-Le digo a usted que no puedo y no lo haré", concluyó Perón.
Braden volvió a pedir audiencia, fijándosele la misma para el 5 de julio, pero no en la Casa Rosada sino en el despacho que en el ministerio de Guerra tenía Perón, detalle sugestivo este que imagino no debe haberle pasado desapercibido al norteamericano.
Perón, con su proverbial capacidad para calibrar a las personas, demostró haberlo hecho adecuada y cabalmente con Braden, a quien consideraba -tal como se lo diría a Félix Luna en una entrevista que le concedió a éste muchos años después en su exilio en Madrid- "un individuo temperamental. Un búfalo. Yo lo hacía enojar y cuando se enojaba, atropellaba las paredes... que era lo que yo quería, porque entonces perdía toda ponderación". Pero Braden no poseía el mismo don de percepción que Perón, y evidenció no conocer a éste, cometiendo el dislate de recurrir, ya que las presiones no le daban resultado; al intento de soborno vía el cambio de figuritas. En esa oportunidad, Perón estaba acompañado del doctor Juan Atilio Bramuglia, quien tiempo después narraría pormenorizadamente el desarrollo de la reunión. El objeto de la misma era el destino de las empresas pertenecientes a países del Eje que poco antes había expropiado el gobierno argentino. El norteamericano entendía que los Estados Unidos tenían derecho como vencedores en la guerra, a una decisiva injerencia en el manejo de esos bienes; y aprovechó la oportunidad para extender su pretensión reclamando se le otorgaran concesiones a empresas aéreas de su país. Luego de su larga parrafada en el sentido expuesto, y con la lengua más almibarada que era capaz de emplear, el búfalo dejó entrever que si el gobierno argentino accedía a todo ello; los Estados Unidos no sólo no se opondrían a una hipotética aspiración presidencial de Perón, sino que hasta la favorecerían, y que así su prestigio en Norteamérica y demás países gananciosos en la guerra crecería y bla bla bla... Perón, que lo había escuchado hasta allí sin interrumpirlo, pacientemente le explicó que la Argentina estaba embarcada en un proceso de liberación de cualquier coloniaje que quisiera imponérsele; a lo cual Braden intentó argüir que él había sido diplomático en Cuba, país en donde se favorecía a los intereses norteamericanos, y que no creía que por eso Cuba fuera una colonia de los Estados Unidos. Perón, calmosamente, le dijo: "-Mire, no sigamos, embajador, porque yo tengo una idea que por prudencia no se la puedo decir". Braden, que era impertinente y terco, lo instó a que hablase de todos modos. "-Bueno, yo creo que los ciudadanos que venden su país a una potencia extranjera, son unos hijos de puta", fue la respuesta de Perón. Braden, con el rostro que iba mudando de color pasando por todos los del arco iris, se retiró con tal ofuscación, que hasta se dejó olvidado el sombrero.
Los empleados que trabajaban en el ministerio de Guerra, al saber del incidente, decidieron festejar la intempestiva salida del norteamericano improvisando un partido de fútbol en los pasillos, y a falta de balón; utilizaron... el sombrero del búfalo. Perón, al día siguiente le mandó de vuelta la prenda a Braden por medio de un ordenanza. Eso sí; no es difícil inferir que debe de haber estado un tanto... estropeada, digamos.
La reunión tuvo lugar el 5 de julio por la mañana. Esa misma tarde, la vereda y el frente de la embajada de los Estados Unidos aparecieron llenos de volantes en los cuales se describía el incidente matutino. ¿Cómo había trascendido tanto la cosa, que ya se habían impreso volantes? Es que el estratega genial que había en Perón no iba a desperdiciar semejante oportunidad que se le presentaba; años después él mismo contaría cómo escribió a las apuradas un sucinto relato de la entrevista que había tenido con el búfalo, y rápidamente ordenó que se imprimiera una corta cantidad de volantes con el texto para que fueran tirados frente a la embajada. Así, Braden creyó que su pifiada había tomado estado público.
No logré enterarme de cuál fue el resultado del picadito que los empleados improvisaron esa mañana de julio de 1945 tomando como potrero a los pasillos del ministerio de Guerra, con el sombrero del yanqui hecho pelota de fútbol; pero sí está clarísimo que el clásico Perón vs. Braden... lo ganó el primero. Y por estrepitosa goleada.

sábado, 2 de febrero de 2013

GARCÍA LORCA Y LOS MARIQUITAS







































Escribe: Juan Carlos Serqueiros

José Antonio Primo de Rivera... otro buen chico. ¿Sabes que todos los viernes ceno con él? Solemos salir juntos en un taxi con las cortinillas bajadas, porque ni a él le conviene que le vean conmigo ni a mí me conviene que me vean con él. (Federico García Lorca)

Las preferencias sexuales de Federico García Lorca no son ya a esta altura un misterio para nadie. Tampoco lo es cómo debió esconderlas (públicamente, quiero significar; porque por lo demás, todos quienes lo conocían sabían que era homosexual; por más que nunca se haya asumido frente a la sociedad como tal) en el contexto de esa España de la primera treintena del siglo XX.
Pero el vate abordó el tema en sólo dos de sus poemas. Uno de ellos figura incluído en su libro Canciones, que fuera editado allá por 1927:

CANCIÓN DEL MARIQUITA

El mariquita se peina
en su peinador de seda.

Los vecinos se sonríen
en sus ventanas postreras.
  
El mariquita organiza
los bucles de su cabeza.
  
Por los patios gritan loros,
surtidores y planetas.
El mariquita se adorna
con un jazmín sinvergüenza.
  
La tarde se pone extraña
de peines y enredaderas.
  
El escándalo temblaba
rayado como una cebra.
  
¡Los mariquitas del Sur,
cantan en las azoteas!


Como se desprende de los versos, la mirada de García Lorca sobre el mariquita del poema, viene dada desde la perspectiva de lo folclórico, digamos.
No hay en el autor una intención de simpatía ni complicidad con el personaje, y tampoco la hay de rechazo ni condena; el mariquita que nos pinta Federico está inmerso en el paisaje andaluz e integra la "fauna" que lo habita.



Es que para el García Lorca de ese tiempo en que escribió el poema -y para la mayoría de sus paisanos y coetáneos-, un mariquita era una especie de "grosero error" de la naturaleza, una mujer que por algún designio oculto y misterioso vino al mundo en formato de hombre, un hombre al que si le gustaban otros hombres, era sin dudas porque sentía como mujer y quería ser mujer. Y por eso nos lo pinta travestido, con una prenda tan femenina como un "peinador de seda".


El "escándalo" que presuponía el mariquita se debía, según la visión de esa época, a una "falla de la naturaleza"; "falla" esa con la cual un pueblo noble y virtuoso como el andaluz, debía necesariamente ser contemplativo. Por eso García Lorca, en tanto granadino hasta los tuétanos, no se olvida, por cierto, de insertar un atisbo de condescendencia hacia el mariquita por parte de su entorno, lo cual expresa en eso de "los vecinos se sonríen en sus ventanas postreras" y "el escándalo temblaba rayado como una cebra".
Es como si los aldeanos que detrás de los cristales de sus ventanas contemplan al mariquita a la luz última del crepúsculo, ante ese "escándalo" que presenciaban, esbozasen una sonrisa como expresión de generosa tolerancia, como si dijeran: "qué quiere usted, qué hemos de hacerle, pobre".
En fin, es poesía, y altísima poesía además, como que es de alguien de tan inconmensurable talento como García Lorca; lo cual no quita que represente lo que él mismo, siendo homosexual, pensaba y sentía por entonces con respecto a la cuestión.  
Sin embargo, sólo un par de años después, la visión del poeta en relación al tema, sería distinta; muy distinta.
Entre 1929 y 1930, García Lorca estuvo viviendo en Nueva York, de resultas de lo cual en ese último año publicaría un nuevo libro, titulado precisamente Poeta en Nueva York. En el mismo, está la "Oda a Walt Whitman", en la cual Federico vuelve a referirse a la cuestión de la homosexualidad, y de la cual he seleccionado, a los efectos de este artículo, algunas de sus partes:  

ODA A WALT WHITMAN (Nota: son fragmentos, transcripción parcial; no completa)

Ni un solo momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos de las alcantarillas,
temblando entre las piernas de los chauffeurs
o girando en las plataformas del ajenjo,
los maricas, Walt Whitman, te soñaban.
¡También ese! ¡También! Y se despeñan
sobre tu barba luminosa y casta,
rubios del norte, negros de la arena,
muchedumbres de gritos y ademanes,
como gatos y como las serpientes,
los maricas, Walt Whitman, los maricas
turbios de lágrimas, carne para fusta,
bota o mordisco de los domadores.
Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whítman,
contra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.
¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscadas en yertos paisajes de cicuta.


Como podemos distinguir en estos versos, la visión de García Lorca respecto a la homosexualidad había variado notablemente en relación a la que expresaba en el poema transcripto en primer lugar. En esta Oda a Walt Whitman, ya no hay para el mariquita no sólo las supuestas tolerancia y condescendencia traducidas en las sonrisas de los vecinos espiando por las ventanas, sino que ni siquiera les da el "atenuante" implícito en el diminutivo: ya no son mariquitas; ahora son lisa y llanamente maricas 
Y además, no queda ninguno afuera, ni uno solo; porque el anatema de "esclavos de la mujer" lo lanza sobre los "maricas de todo el mundo".


Tampoco hay crepúsculo de aldea andaluza, sino sordidez neoyorquina. Y en ese "lodo" de la gran urbe, los otrora mariquitas devenidos ahora en maricas, ya no están travestidos con un "peinador de seda", ni se "adornan" con "un jazmín sinvergüenza", ni "cantan en las azoteas"; sino que han pasado a exhibir la patética obscenidad de "sus tocadores abiertos en las plazas con fiebre de abanico".
Y por eso, son ahora para Federico "carne para fusta, bota o mordisco de los domadores". 

  

¿Qué pasó, se había vuelto homofóbico García Lorca? No, nada de eso; lo que había ocurrido era un cambio en sus paradigmas, en su forma de ver el mundo y en este caso, la homosexualidad. Y obviamente, no poco debe de haberlo influenciado para ello su estadía en Nueva York. 
Ya no creía como antes que un homosexual era un hombre que se sentía mujer porque le gustasen otros hombres, un mariquita que se travestía porque quería ser mujer; sino que ahora entendía el amor como algo universal y el deseo como algo que se da entre las personas más allá de que sea de un hombre hacia una mujer o de un hombre hacia otro hombre.


Por eso en el poema llama "Adán", "hombre" y "macho" a Walt Whitman; lo que está diciendo es algo así como "para ser puto hay que ser muy macho". 
Y también por eso, la bronca de Federico (injusta, por otra parte) vomitada contra los maricas "arpías, enemigos del Amor".


Y por eso también, las excepciones que hace entre los destinatarios de su rabia, que no está dirigida contra "el niño que escribe nombre de niña en su almohada, ni contra el muchacho que se viste de novia en la oscuridad del ropero".
Extendiéndolas, de paso, con lo de "ni contra los hombres de mirada verde que aman al hombre y queman sus labios en silencio", al homenajeado en el poema y a sí mismo; porque tanto Whitman como él, nunca declararon públicamente sus elecciones sexuales, sino que siempre las mantuvieron en el terreno de la privacidad. 
Ah, no quería olvidarme: creo percibir en la Oda a Walt Whitman de García Lorca una tenue, velada reminiscencia a la sublimación freudiana. ¿Estaré loco? Chi lo sa... 
Y... después de todo, de artistas y de locos...

-Juan Carlos Serqueiros-

viernes, 1 de febrero de 2013

EL HOMBRE DEL SILENCIO




















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

Son algunas de unas cuantas cuartetas más, que cada tanto me aparecen, recordando a los hombres que hicieron la época anterior a la que yo vivo, y que por suerte; conocí a algunos de ellos. (José Larralde)

Si es el silencio un cantor / lleno de duendes en la voz. (Pablo Raúl Trullenque)

Le tengo rabia al silencio / por lo mucho que perdí, solía cantar ese criollazo sabio que era don Atahualpa Yupanqui.
Y, ¿quiere que le diga? Yo también le tengo rabia... pero al silencio de la historia, vio, ese que se tiende en derredor de aquel a quien se busca condenar al olvido perpetuo, seguramente porque su recuerdo molesta, como molesta un jején, y porque evocarlo no les conviene a algunos que se han erigido en dueños de la memoria colectiva.
Paulino Orihuela y Rivero había nacido, en día y mes no precisados de 1778, en Atiles, en los Llanos de La Rioja. Producida la Revolución de Mayo, la política riojana, enmarcada por el enfrentamiento interminable entre el clan de los Dávila y el de los Villafañe; hubo de engrosarse con los Quiroga, los Peñaloza, los Argañaraz, los Ocampo, los Brizuela y Doria, los del Moral y... los Orihuela. Estrechamente vinculado a los Quiroga en tanto íntimo amigo y de toda la confianza de don José Prudencio (padre del Tigre de los Llanos), Paulino Orihuela era el conductor de los arreos de mulas y ganado con los que se contribuía desde La Rioja al Ejército Auxiliar del Perú al mando del general Belgrano en Tucumán, y también al de los Andes en Mendoza. 
No escaparía Paulino, esforzado, infatigable, confiable, reservado, callado, dueño de profundos y elocuentes silencios, a la fascinación que provocaba el general San Martín, y así se sumó a la campaña a Chile primero y al Perú después. Ascendido a coronel por el mariscal Sucre, regresó a los Llanos cubierto con el mismo poncho de silencio con el que se había marchado diez años antes. 
Hecho -por influencia de Juan Facundo Quiroga, que lo quería mucho- gobernador de La Rioja en marzo de 1831 en sustitución del zarco Brizuela (sí, ese mismo que años después, estando nuestro país en pleno conflicto con Francia, se enredaría en aquella inicua Coalición del Norte, convertido en un patético cornudo borrachín que terminaría haciéndose matar sin pena ni gloria), volvería a detentar brevemente dicho cargo en 1841.
El 23 de agosto de 1831, el por entonces gobernador Paulino Orihuela le escribía al general Quiroga:

(...) saludarlo, y al mismo tiempo solicitar el consejo de V. para resolver en orden al nombramiento de la Junta Provincial de que hasta el presente carecemos: Yo ignoro de su conveniencia, o desconveniencia, por cuyo motivo hasta la fecha no he resuelto la correspondiente invitación, y lo haré o lo callaré según el parecer de V. (...)

Gozaba Orihuela de respeto, aprecio y consideración entre sus paisanos, sin que intervengan en la opinión que de él se tenía, esas cuestiones de banderías políticas que suelen con tanta frecuencia dividirnos a los argentinos. El historiador nacido en Buenos Aires, pero por adopción y afincamiento tan riojano como el que más, teniente coronel Marcelino Reyes, nos dice de Paulino Orihuela, que era éste un "ciudadano de antecedentes honorables que lo hacían estimar ante sus comprovincianos, no obstante de pertenecer á la 'Federación' de Quiroga, que si bien gobernó en una época nefasta no dejó tras de si ningún recuerdo que empañase su buen nombre y su bien cimentada reputación" (sic).
Ducho y hábil, a la hora de defender lo que consideraba suyo (sin ser ni por asomo doctor en leyes y ni siquiera poseer una esmerada educación), en argucias judiciales que le envidiaría hasta el más fogueado de los picapleitos, y con una notable cintura política, Orihuela (convertido ya en el indiscutible referente de los Llanos) fue, durante la presidencia de Sarmiento, el beneficiario de importantes contratos del gobierno para la construcción de represas y caminos.
Según algunos, murió en 1887; mientras que otros sostienen que en 1892, ya cumplidos los 114 años.
¿Era federal? ¿Era unitario? ¿O quizá no era ni una cosa ni la otra y tenía la habilidad de pasar alternativa y sucesivamente por ambas condiciones ubicándose en cualquiera de ellas según lo demandara el alineamiento con el orden imperante a nivel nacional? Poco importa, pues Paulino Orihuela era ante todo; argentino, y podrían aplicársele estos versos de José Larralde en su Fragmentos de Catalino Paredes: "Él sabía darle una mano a cualquiera / cualquiera fuera la divisa del que pedía / la suya, era la única que sirve: la de gaucho argentino".
Quienes escribimos sobre historia debiéramos ser más humildes y dejar de lado la pretensión de juzgar; porque al fin de cuentas, como escribió Jorge Luis Borges de su Jacinto Chiclana: "Sólo Dios puede saber / la laya fiel de aquel hombre. / Señores, yo estoy cantando / lo que se cifra en el nombre".
Y si alguien preguntara por su tumba, le respondería, desde el fondo mismo de la historia, desde un ignoto sepulcro perdido para siempre en la noche de los tiempos, la voz del silencio.
Del mismo obstinado, reconcentrado, silencio del que fue amante durante los 114 años de su vida aquel coronel Paulino Orihuela a quien se me antojó hoy despojar de ese manto de injusto olvido que sobre él se echó.

-Juan Carlos Serqueiros-