domingo, 3 de mayo de 2015

WENCESLAO PACHECO. ¿QUIÉN PAGÓ LOS PLATOS ROTOS DE LA GIRA? SEGUNDA PARTE


















Escribe: Juan Carlos Serqueiros


Pero mire usted la Bolsa, / mire la Bolsa nomás, / que está cotizando el oro / cual no se ha visto jamás. (Semanario Don Quijote, 11 de diciembre de 1887)


El presidente Juárez Celman y su ministro Pacheco habían anudado una íntima amistad que databa de 1883, cuando el primero comenzó a residir en Buenos Aires luego de ser electo senador por Córdoba. 
El trato entre ellos era el familiar vos. Para darse una idea de cuán estrecha relación tenían, tómese en cuenta que se tuteaban; mientras que por ejemplo, Juárez Celman y Roca, aún a pesar de su parentesco (eran concuñados), se trataron siempre de usted. Y ni decir tiene que Roca tuteando a un ministro o viceversa, era algo que no entraba ni siquiera en la imaginación del más divagante de los divagantes. Encima, Juárez Celman se rodeó de un círculo áulico que lo adulaba y reputaba como el summum de la inteligencia y el liderazgo. Y de entre esa camarilla de cortesanos, había elegido como favoritos a Ramón J. Cárcano (comprovinciano suyo y de hecho, delfín presidencial) y Wenceslao Pacheco. 
Transcurridos sólo tres meses de haberse recibido Juárez Celman de la presidencia, el premio del oro ya estaba a 144. El circulante total país era de 88 millones de pesos papel garantizado con una reserva de 35 millones oro. Sin embargo, a pesar de las señales de alarma; la economía crecía a un vertiginoso ritmo del 11% anual.
Durante el gobierno de Roca, la creación y consolidación del Estado nacional se habían llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual se financiaron tanto las obras de infraestructura y comunicaciones, como la burocracia administrativa; redundando en una crecida deuda externa que pendía sobre la nación como la consabida espada de Damocles, en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba un saldo negativo de 30 millones de pesos oro. En esas condiciones el país se hallaba, pues, en virtual estado de quiebra financiera. Y sin embargo, el crecimiento económico parecía no tener fin. Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para el manejo de la coyuntura y la paulatina corrección que debía hacerse. Pero Juárez Celman no era Roca.
A fines de 1887, por iniciativa de Pacheco, el Congreso sancionó la ley de bancos garantidos ("bancos libres" los llamaba el periódico Don Quijote, ferozmente opositor al gobierno, que paradojalmente, si bien era crítico de la gestión del ministro; no lo zahería con la misma intensidad con la cual destrozaba a otros integrantes del gobierno y a figuras políticas estrechamente ligadas al mismo, como por ejemplo el ministro del Interior, Eduardo Wilde; el gobernador de Córdoba, Marcos Juárez -hermano del presidente-; el director de Correos, Ramón J. Cárcano, etc., limitándose a señalar, en versos humorísticos una característica de Pacheco: sus frecuentes ausencias del ministerio debidas a las largas temporadas que pasaba en una estancia que había adquirido en Entre Ríos).



En la teoría, la ley perseguía el objetivo benéfico de inyectar dinero a las economías regionales de modo de favorecer el comercio y la incipiente industria e incrementar las reservas de la Nación (para hacer frente a los compromisos con los acreedores extranjeros) con el oro proveniente de la deuda externa tomada por las provincias, el cual sería canjeado a éstas por títulos llamados notas metálicas; pero en la práctica, sin los resguardos imprescindibles para que el destino de los recursos financieros fuera la producción y no la especulación; sólo sirvió para triplicar el circulante de una moneda cada vez más depreciada. 
El 28 de febrero de 1889, ante una nueva trepada del premio del oro, que había llegado a 157 y del estallido de huelgas obreras, Juárez Celman designó ministro de Hacienda a Rufino Varela, a la par que nombraba a Wenceslao Pacheco ministro del Interior; quien desde esa cartera lograría volcar a algunos remisos y disconformes del PAN que empezaban a expresar disidencias, en favor de las políticas presidenciales.
Se hacían nítidas, patentes, con la preanunciación de la crisis, las diferencias entre los sectores ligados a la importación (el comercio interior), a quienes la suba del oro perjudicaba; y los vinculados con la exportación, a quienes la depreciación de la moneda favorecía, pues internamente pagaban sus costos en pesos devaluados y percibían sus ingresos en oro. Juárez Celman, fiel a su lema “en política la audacia lo es todo”, redoblaba la apuesta contra la oposición, a la cual sindicaba como culpable de las dificultades de la economía: sustituía en Hacienda a un economista “político” como Pacheco; por uno “técnico” como Varela (vinculado al comercio, y por lo tanto, inequívocamente interesado en la baja del oro), al tiempo que utilizaba al primero como herramienta para nuclear en torno suyo a la mayor parte del arco político del interior del país. 
Apenas seis meses después, las medidas implementadas por Varela (lanzamiento al mercado de toda la reserva en oro, prohibición de su transacción en la Bolsa, cierre de ésta y búsqueda de capitales en centros financieros no ingleses como Berlín y París) habían fracasado, el oro había llegado a 180, y por eso el 27 de agosto Juárez Celman volvía a designar a Pacheco al frente del ministerio de Hacienda.
Para setiembre de 1889 el oro ya estaba a 242. Sereno ante la crisis hasta el extremo de mostrarse despreocupado, el ministro Pacheco hizo circular por distintos medios el proyecto que había concebido para capear la crisis monetaria: restringir a 100 millones de pesos papel el total circulante, que al estar respaldados por un fondo de 80 millones oro constituido previamente con las disponibilidades del Banco Nacional y del Banco de la Provincia de Buenos Aires engrosadas con el producido de la venta de tierras fiscales; pondrían la cotización a la par, y en octubre envió al Congreso un mensaje en el cual anunciaba un paquete de medidas en el sentido indicado, agregando, con respecto al tratamiento que pensaba dársele a la cuestión de la deuda externa, que "el gobierno tenía en Europa los recursos que aseguraban su servicio hasta enero de 1891" (se refería a los 50 millones oro que creía disponibles en Londres producto del arrendamiento de las obras sanitarias).

Continuará