sábado, 12 de enero de 2013

LA ROSA DE PARACELSO















Escribe: Juan Carlos Serqueiros

La rosa de Paracelso es uno de los más sublimes cuentos de Jorge Luis Borges. Veamos:

LA ROSA DE PARACELSO
Jorge Luis Borges

De Quincey: Writings, XIII, 345

En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano. Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló.
-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta pompa-, No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro-. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo,
-El oro no me importa -respondió el otro-. Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:
-Pero, ¿hay una meta?
Paracelso se rió.
-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que "hay" un Camino,
Hubo un silencio, y dijo el otro:
-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino,
-¿Cuándo? -dijo con inquietud Paracelso.
-Ahora mismo -dijo con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho elevó en el aire la rosa.
-Es fama -dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
-Eres muy crédulo -dijo el maestro- No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
-Eres crédulo -dijo-. ¿ Dices que soy capaz de destruirla?
-Nadie es incapaz de destruirla -dijo el discípulo.
-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
-No estamos en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-; aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto en pie.
-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
-Una rosa puede quemarse -dijo con desafío el discípulo.
-Aún queda fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
-¿Una palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso le miró con tristeza.
-El atanor está apagado -repitió-- y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
-No me atrevo a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con humildad.
-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.
El discípulo dijo con frialdad:
-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa.
No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retornó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.


Este cuento, publicado por primera vez en 1977 en el libro Rosa y azul, fue incluido también en La memoria de Shakespeare, editado en 1983.
Extrañamente, La rosa de Paracelso está, al menos en las preferencias de los lectores argentinos, relegado con respecto a otros cuentos de Borges como por ejemplo El hombre de la esquina rosada, El muerto y La intrusa. ¿Se deberá ello a que está tan exquisitamente escrito que representa acabadamente la perfección literaria y a que la esplendorosa  belleza del texto es tan inmarcesible que deslumbra hasta el extremo de impedir su plena percepción? ¿Quién es capaz de discernir los inefables procesos del colectivo que conducen a reputar una obra como primando por sobre otra u otras? Chi lo sa...
En él, Borges derrama su erudición como el maná que cayó del cielo. Pero la generosidad de tal entrega no lo inhibe a la hora de incurrir en esas "trampitas" lanzadas como dardos-desafíos, a los que tan afecto se mostró siempre con el finísimo humor del que hacía abusiva gala.
El "De Quincey" autor del Writings de la referencia del encabezado, es Thomas de Quincey (1785-1859), un escritor inglés, adicto al opio, citado por Borges con frecuencia y que en Suspiria de Profundis consigna: "(...) la jactancia de Paracelso, que afirmaba poder resucitar la rosa o la violeta originarias de las cenizas de su combustión".
Todo el Borges universalista, escéptico, invariablemente insatisfecho, políglota, genialmente irónico e incapaz de ser feliz está allí, en La rosa de Paracelso: la Qaballah (Cábala) hebrea, la Piedra Filosofal capaz de trasmutar el plomo en oro, la búsqueda afanosa e irremisiblemente estéril de Dios devenido en dios, la referencia a Moisés con lo de cruzar el desierto y la tierra prometida, la torpe y desesperada urgencia perentoria y exigente de la juventud y la resignación de la sapiente senectud ante el íntimo convencimiento de la imposibilidad de transferir la Gnosis, el pensamiento que se nos vuela en dirección a los rosacruces, la inmortalidad del alma simbolizada en la rosa que a pesar de ser arrojada a las llamas; renace con la Palabra, lo que nos lleva de suyo a la ineludible reminiscencia del versículo bíblico Juan 1:1-3 ("En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas"), la mímesis dual del autor, ora con el Maestro, ora con el aspirante a discípulo, el vicio borgeano recurrente de apelar a lo conocido para "inventar" el nombre de este último (del discípulo, quiero decir): Johannes Grisebach, surgido de la combinación del nombre del poeta alemán Johannes Scheffler, con el apellido del escritor también alemán Eduard Grisebach; tal como lo hizo cuando, por ejemplo, utilizó en Historia universal de la infamia los verdaderos nombre y apellido de su amigo Xul Solar: Alejandro (Alexander) Schultz, la velada crítica a la presuntuosa Iglesia que estúpidamente infatuada se expresaba en latín, pretendiendo a la vez hacerse entender por el vulgo; la carencia de esa fe que reclama el Maestro, en pugna con la impaciente avidez del Saber que expresa el discípulo; la hipocresía de declarar lo que no se siente...
Fue la lectura de este cuento lo que me llevó a comprender a un Borges al que siempre admiré, pero hacia el cual (torpe y necio de mí) sentía a la vez una bronca tenaz de cuyo peso pude librarme, afortunadamente.
La rosa de Paracelso en su brevedad es, para placer del espíritu, lo mismo que un delicado pero necesariamente mezquino plato de haute cuisine para el exigente paladar de un gourmet: el anhelo incansable de, y la creencia efectiva en; un ¡más!.
La rosa de Paracelso es la magia borgeana, la sublimación de la metáfora, la inmanencia de lo simbólico. Es, en fin; lo más.

-Juan Carlos Serqueiros-